A última hora del 23 de agosto de 1799, el temido Napoleón Bonaparte abandonó Alejandría en uno de los pocos buques que le quedaban. El grueso de la flota descansaba en el fondo del Mediterráneo después de ser arrasada por el almirante Horatio Nelson un año antes. Su Armée d'Orient estaba bloqueada por la Royal Navy y se deshacía por las enfermedades y las marchas en el desierto bajo el inclemente sol egipcio. Quedaba al mando un furioso general Jean Baptiste Kébler que se enteró de la huida de su superior por una nota.
"Las noticias de Europa me han llevado a tomar la decisión de partir rumbo a Francia", rezaba esta de forma escueta. En resumen, les había abandonado a su suerte mientras en París hablaban de victoria y movimientos estratégicos. Por si fuera poco, Kébler nunca le había visto el sentido a aquella rocambolesca expedición que pretendía llegar a la India siguiendo la estela de Alejandro Magno. Mientras negociaba la rendición de su ejército, fue asesinado en junio de 1800 en El Cairo por un fanático religioso que acabó brutalmente empalado siguiendo la ley local.
Su sucesor, el general Jaques Menou, clamó que solo sabía morir como un soldado y que lo iba a demostrar tras las murallas de Alejandría. Casi un año después se había tragado sus palabras y negociaba la rendición con los británicos, quienes exigían los tesoros del Antiguo Egipto capturados por Francia como botín de guerra a cambio de dejarles regresar a casa. "Desde el principio, Menou había considerado la Piedra Rosetta de su propiedad. Después de sustituir a Kébler había insistido en dormir con ella bajo la cama", relata el periodista Edward Dolnick en La escritura de los dioses (Siruela).
Otra versión apunta a que aquel general, calvo, gordo, desarrapado y antipático que se daba ínfulas de importancia y era impopular en su ejército, en realidad escondió aquel tesoro entre las alfombras orientales de su almacén. De una forma u otra, montó en cólera. "¡El mundo nunca ha sufrido un expolio semejante!", se quejó amargamente a un emisario británico.
El artefacto, de casi una tonelada y 1'12 metros de altura, había sido encontrado entre las ruinas de una vieja fortaleza en Rashid —Rosetta para los galos— que fue reconstruida a toda prisa por los franceses en julio de 1799. Era un fragmento de una estela tallada en el año 196 a.C. que contenía un texto bilingüe en griego y en egipcio (escrito en jeroglífico y demótico).
Un joven faraón
El texto griego, traducido por los savants —sabios que acompañaron al ejército napoleónico—, hablaba del primer aniversario de la llegada al poder del joven, bondadoso, clemente y victorioso faraón helenístico Ptolomeo V. Se trataba de un texto propagandístico que afirmaba que todo en el país del Nilo marchaba como la seda gracias a su soberano.
Tanto era así que ordenó grabar el mensaje de sus victorias sobre los rebeldes y sus hazañas políticas en tres grafías diferentes para que todo el mundo lo supiera. Más allá de su contenido, aquella estela escondía el secreto que devolvería a la vida la ignota lengua de los faraones.
Se pensó que podían descifrar la escritura jeroglífica en un par de semanas, pero terminaron convirtiéndose en 20 años. "La Piedra Rosetta es el mensaje en una botella por excelencia, a la deriva por las olas del tiempo durante más de dos mil años hasta ser por fin encontrada", explica Dolnick en su ensayo que, con toques de thriller, desgrana con detalle la aventura de la estela y la trepidante carrera mantenida por dos eruditos por descifrarla antes que su rival: Jean-François Champollion y Thomas Young.
Restaurada en 1999, se desveló que su color original, el gris, había quedado ennegrecido por años de admiración y el entusiasmo de los curiosos. Tallada en granodiorita, la grasa de la yema de decenas de miles de dedos combinada con una capa de cera protectora había hecho pensar durante años que la piedra era basalto negro. Descifrada en 1828 por el francés Champollion, se exhibe con orgullo en el Museo Británico y no en el Louvre gracias a una ardua negociación con unos savants coléricos.
La ira de los sabios
En septiembre de 1801, la famosa piedra aún guardaba silencio y su destino seguía siendo incierto. El antipático general Jaques Menou, líder de un ejército derrotado, había sido el primer responsable de custodiar la estela descubierta por el teniente Pierre-François Bouchard y no quería desprenderse de ella. Sin embargo, fue obligado a ceder: su vida y su ejército dependían de ello.
Los savants tampoco querían desprenderse de sus hallazgos arqueológicos y naturalistas. Habían viajado hacia un país hostil, esquivado balas; se habían arrastrado en templos abandonados y tumbas saqueadas para conocer sus inscripciones y los británicos también exigían sus folios y cuadernos de notas como botín. Antes le prenderían fuego a todo.
El naturalista Geoffroy Saint Hilaire, antes de entregar el trabajo de años, amenazó con reducirlo todo a cenizas: "Queréis fama. Pues bien, podéis estar seguros de que la historia recordará esto: también vosotros habréis incendiado una biblioteca en Alejandría". Los británicos decidieron ceder un poco y aceptaron que los sabios se llevasen algunas colecciones y cuadernos, pero debían entregar 17 grandes tesoros que incluían la famosa estela.
Entre estas joyas estaban numerosas estatuas de dioses con cabezas de animales y un gran sarcófago que decían que pertenecía a Alejandro Magno y que había sido encontrado en una mezquita donde desempeñaba la función de baño público. El ejército galo pudo regresar a su patria y, rematando la derrota, los tesoros marcharon a Londres a bordo de L'Égyptienne, un buque francés capturado.