En un entramado de cabos y bahías al sur de la provincia de Murcia, rozando la frontera con Almería, un pequeño islote de 6,2 hectáreas esconde 2.000 años de historia. Su último habitante llegó en 1912: era un noble escocés llamado Hugh Pakenham Borthwick, más conocido como don Hugo. Vivía casi aislado en aquel farallón con la única compañía de tres sirvientas a las que quiso enseñar a leer. Quemaba su correspondencia después de abrirla y dormía con una pistola bajo la almohada.
El espía nunca se relacionó demasiado con el resto de la colonia británica de la cercana ciudad de Águilas, llegada a finales del siglo XIX y dedicada a la explotación de las minas de hierro de la sierra de Filabres. En plena I Guerra Mundial don Hugo anotaba cuidadosamente los buques alemanes y neutrales que abandonaban la bahía cargados del mineral que alimentó la industria de guerra. Nunca prestó demasiada atención a las antiguas ruinas de su alrededor. Solo tenía ojos para el embarcadero de la ciudad a pesar de que el agua que bebía se recogía de un aljibe de época romana.
A menos de 100 metros de la costa litoral existió un asentamiento habitado al menos desde el siglo II a.C. Una centuria después, un buque romano de 10 metros de eslora naufragó en la bahía. En los siglos IV y V d.C., en el ocaso del Imperio romano, era un importante centro de redistribución comercial que recibió y envió productos a la Galia y a la provincia de África proconsular a través de la inmensa autopista del Mare Nostrum.
Investigación arqueológica
"La Isla del Fraile es un 'laboratorio' único para estudiar un fenómeno histórico tan complejo como es la ocupación de pequeños islotes", explica Alejandro Quevedo, arqueólogo de la Universidad Complutense de Madrid codirector de los trabajos de investigación en el yacimiento y autor principal del último estudio del sitio publicado en la revista Antiquity.
En el siglo XVIII, bajo la autoridad de Carlos III, se decidió impulsar la repoblación de la actual ciudad de Águilas, fundada entre los siglos I y II a.C y abandonada cerca del siglo V d.C. En 1773 el ingeniero ilustrado Juan de Escofet, enviado para elaborar un informe topográfico, documentó por primera vez la existencia de un importante muro defensivo en ruinas del farallón. Las investigaciones arqueológicas que comenzaron en 2020, dirigidas por Quevedo y Juan de Dos Hernández García, director del Museo Arqueológico de Águilas, demostraron que en realidad el muro servía para aterrazar el terreno y poder levantar las construcciones del asentamiento.
La fachada suroeste del islote es un acantilado de más de 90 metros de altura. Al noroeste hay una pequeña ladera donde se ubica el yacimiento y en la costa de enfrente, la Punta del Cigarro, se documentó una cantera de arenisca y la necrópolis de El Cambrón. En aquel cementerio paleocristiano varias madres lloraron desgarradas por el dolor mientras enterraban a sus niños.
Siempre se pensó que aquel islote cuyo motor económico era la producción y distribución de salazones fue habitado de forma intermitente por temporeros, pero la triste presencia de enterramientos infantiles demuestra, a juicio de los investigadores, que el lugar estuvo poblado por varias familias de forma permanente en época tardorromana.
La riqueza del garum
La mayoría de piletas de salazones donde fermentaron miles de sardinas se pueden ver a simple vista. Para sorpresa de los arqueólogos, cerca del 30% de la cerámica que transportaba aquella salsa de pescado es originaria de África, desvelando sus contactos con comerciantes de las actuales Túnez y Libia.
Algunas de estas cerámicas quedaron abandonados en los almacenes de la isla destruidos a finales del siglo V d.C. Otros se perdieron para desesperación de mercaderes y clientes. No obstante, para suerte de arqueólogos, algunos han logrado recuperarse del fondo del mar gracias la colaboración del Instituto Balear de Estudios de Arqueología Marítima (IBEAM).
Bajo las aguas del lugar apareció el asa de bronce de una jarra decorada con la imagen de una máscara dionisiaca y un Pegaso que aún está en estudio pero que indica que el lugar fue mucho más que una simple factoría de salazones.
Cuando las piletas de garum llevaban siglos secas, se decidió enterrar al menos 8 personas entre los siglos XII y XIII. Encontrados sin ningún ajuar entre estructuras romanas, debieron estar cubiertos con un sudario. Estos difuntos pudieron ser adscritos al periodo emiral "porque afortunadamente estaban de canto y mirando a La Meca pero, por la propia pendiente de la isla, estaban repletos de cerámica romana", explicó Alejandro Quevedo en una conferencia sobre la última campa de investigación en la Isla del Fraile celebrada en el Museo Arqueológico Nacional.
El futuro del yacimiento
En la actualidad, estos restos esperan a un futuro análisis de isótopos que pueda aportar nueva información relativa a su dieta y su parentesco. No son los únicos, ya que se suman a toda una batería de estudios arqueométricos, geoarqueológicos y de paleocontenidos de los restos cerámicos en los que participan las universidades de Génova, Jaén, Marsella y Complutense.
[La inexpugnable ciudad celtíbera de La Rioja temida por Roma: esconde una entrada secreta]
Abandonado durante siglos, sobre el fondeadero del asentamiento se construyó otro del siglo XIX cuando la isla volvió a ser ocupada brevemente para explotar una cantera de láguena, arcilla magnésica usada para impermeabilizar tejados. Junto a esta se levantó la casa en la que vivió el enigmático don Hugo quien, terminada la Gran Guerra, abandonó la isla en 1920.
Desde entonces, la isla, declarada BIC en 2013 y que también es una Zona de Especial Protección Ambiental (ZEPA), está habitada únicamente por gaviotas que, con sus graznidos, protegen con celo a sus crías hasta finales de verano, único momento en el que permiten la entrada de los arqueólogos que esperan encontrar las respuestas a sus decenas de preguntas sobre el enigmático pasado de Isla del Fraile.