Pocas horas después de la muerte del rey Enrique IV, el 11 de diciembre de 1474, su hermanastra Isabel forzó al concejo de Segovia a proclamarla reina de Castilla en un solemne acto público organizado con una puesta en escena llena de significados. La princesa se presentó sola a la ceremonia, sin su marido Fernando, todavía infante de Aragón, y se hizo preceder de un caballero con la espada desnuda cogida por la punta y con la empuñadura en alto, como símbolo de que estaba dispuesta a administrar la justicia a pesar de ser un poder que tradicionalmente le había estado reservado al varón.
Isabel juró respetar y cumplir las leyes del reino, guardar los privilegios de sus súbditos o defender la Iglesia poniendo su mano derecha sobre los Evangelios. Tras las promesas, los clérigos, nobles y caballeros allí presentes la juraron, de rodillas ante ella, como reina propietaria y al ausente Fernando como "legítimo marido". No se enteraría el futuro monarca aragonés, que se encontraba en Zaragoza, de la muerte de Enrique IV de Castilla hasta tres días después, y fue mediante una misiva de Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Carcomido por la impaciencia y la incertidumbre, el mensaje de su mujer tardaría dos jornadas más en llegar.
A la mañana siguiente partió hacia Segovia con un pequeño grupo de sus cortesanos más íntimos. El 21 de diciembre, en Calatayud, recibió noticias sobre el desarrollo de la ceremonia y se enfureció al conocer los pormenores. El matrimonio destinado a unir las coronas de Castilla y Aragón mostraba claros contrastes, inaugurando una crisis conyugal que estuvo a punto de desembocar en la separación de los Reyes Católicos y que habría cambiado la historia de España.
Fernando entró en Castilla escoltado por un pendón para reafirmar su condición real —cosa que no había hecho cinco años antes cuando se dirigía a su boda furtiva— y tras encontrarse con su mujer le dijo que "en ninguna manera seguiría sufriendo tan duras ofensas, ni las murmuraciones del pueblo que atribuía a bajeza aquel abandono de su cualidad de varón", amenazándola con retirarse al reino paterno. Según el cronista Alonso de Palencia, el infante de Aragón se sentía atónito al verse relegado a un segundo plano, y le preguntó, en relación con la imagen de la espada de la justicia: "Quisiera tú, Palencia, que leísteis tantas historias, me dijeseis si hay en la Antigüedad algún antecedente de una reina que se haya hecho preceder de este símbolo, amenaza de castigo de sus vasallos".
La soberana, que debía maniobrar rápidamente para sofocar las aspiraciones al trono de su sobrina Juana, aplacó en un primer envite la ira de su marido y padre de su hija, también llamada Isabel, acordando con él que pudiese llamarse rey y no regente. Lo cierto es que la relación entre los Trastámara —ambos eran primos segundos, bisnietos de Juan I de Castilla y Leonor de Aragón— iba a estar muy condicionada por la competencia impuesta como referentes de dos bandos nobiliarios enfrentados por hacerse con mayor espacio en el ejercicio del poder.
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Concordia
Debido a la vorágine de acontecimientos, que habían dejado obsoletas las capitulaciones matrimoniales de Cervera, se puso en marcha una nueva negociación para ordenar el gobierno sin que Isabel y Fernando renunciasen a su dignidad real y para tratar de salvar la relación. El acuerdo, llamado "Concordia", se encargaron de forjarlo el arzobispo de Toledo y el cardenal Pedro González de Mendoza, y los esposos lo ratificaron con su firma el 15 de enero de 1475.
El tratado fijaba el papel que asumiría Fernando en la administración del reino de Castilla. Lo más interesante para resolver su órdago fue que recibió el título de rey y no de consorte y vio reconocido su derecho a intervenir en las cuestiones judiciales, que se haría por ambos cuando estuvieran juntos o por cada uno de ellos cuando estuviesen separados. La titulación de los monarcas manifestada en documentos, pregones, monedas y sellos sería también siempre conjunta, apareciendo el nombre del soberano por delante y las armas de Castilla y León precederían a las de Aragón y Sicilia.
"La actuación de Isabel había precipitado los acontecimientos, asignando a su esposo el papel secundario que sin duda satisfacía a una gran parte de la nobleza, si bien dejaba desairado al rey. No obstante, [la Concordia] concedía estabilidad y, de momento, reposo al matrimonio, dándole tiempo para asentarse en el trono, cuestión fundamental porque la pareja no contaba con argumentos muy sólidos de orden jurídico para ocuparlo y dependía del respaldo de los fuertes linajes del reino", explica José Ángel Sesma, catedrático de Historia Medieval y miembro de la Real Academia de la Historia, en su biografía de Fernando II el Católico (Tirant Humanidades).
Superadas las dificultades, el matrimonio se concentró entonces en reforzar su posición de poder en Castilla, todavía desafiada por el bando que reclamaba el trono para Juana la Beltraneja. La fusión de los dos reinos y el sacramento del matrimonio se convirtió en un poderoso programa ideológico: "Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre". No obstante, la guerra de sucesión castellana se alargaría hasta 1479. Para entonces, el matrimonio, después de una década de recorrido, había logrado imponerse en el trono, tenía un sucesor varón que podría hacer realidad los planes de unión de las dos Coronas y había consolidado su proyección internacional. Los tiempos de penumbra se habían esfumado.