Los soldados franceses del pelotón de ejecución ocultan su rostro. Están concentrados en la mira de sus mosquetes, que apuntan inclementes hacia un desesperado grupo de sentenciados a muerte. Tras la colina, el cuartel de Prado Nuevo, donde habían estado recluidos los presos, y el convento de Santa María de Aragón, ubican los hechos en el cerro de Príncipe Pío. Ambos edificios fueron demolidos avanzado el siglo XIX.
En el centro del grupo retratado por Goya en su obra El 3 de Mayo de 1808 aparece un sacerdote tonsurado. Se llamaba Francisco Gallego Dávila, natural de Valdemoro y sacristán del Convento de la Encarnación. Al contrario que el resto del grupo, elegidos por sorteo entre los detenidos en los disturbios, el religioso fue escogido a dedo por el propio mariscal Joaquín Murat. En las órdenes emitidas por el duque de Berg se especificaba que se tenía que fusilar a todo aquel sorprendido con armas en las manos.
"Quien a hierro mata a hierro muere", se dice que comentó Murat al conocer que habían capturado al presbítero con un trabuco con el que estuvo toda la jornada disparando a las tropas francesas. Entre los desgraciados que compartieron su destino había un grupo de albañiles que trabaja en la Iglesia de Santiago. Desde su andamio habían arrojado tejas, ladrillos y cascotes contra un contingente polaco. La lista incluye también comerciantes, un jubilado, un cerrajero, un escribano real... En total, 44 desgraciados de los que fueron ejecutados 43. Juan Suárez logró escabullirse y su relato llegó hasta Goya.
La chispa del Palacio Real
A primera hora de la mañana del 2 de mayo de 1808 Madrid estaba a punto de estallar. A las afueras del Palacio Real dos coches de caballos esperaban llevarse rumbo a Francia al infante Francisco de Paula, el único miembro de la familia real que aún quedaba en España. En ese momento el cerrajero José Blas de Molina dio la voz de alarma al grito de "¡qué se nos lo llevan!". Una muchedumbre se reunió inquieta a las puertas del Palacio a medida que aumentaba la tensión.
Una patrulla francesa fue asaltada y entonces se prendió la chispa. Un batallón de granaderos y dos cañones franceses tronaron en la explanada del Palacio para disolver la revuelta que se extendió por toda la ciudad. Comenzaba la Guerra de la Independencia. En Bayona, el depuesto Carlos IV y el entronizado Fernando VII seguían debatiendo con Napoleón.
El Parque de Monteleón
Juan Suárez, artesano, casado con tres hijos y al cuidado de una madre anciana, no se lo pensó y se unió a los disturbios. La ciudad de 180.000 habitantes se convirtió en un hormiguero pateado por la gigantesca bota francesa. Nunca se sabrá cuantas personas murieron aquel día. La guarnición española de Madrid no intervino, con la excepción del desaparecido Parque de Artillería de Monteleón, actual plaza del Dos de Mayo. Dirigido en aquel momento por los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde, repartió armas y escupió fuego contra los franceses. Allí se dirigió Juan Suárez.
Superados en número por el ejército francés, Daoiz murió cosido a bayonetazos al pie de unos cañones que llevaban varias horas disparando a bocajarro. Velarde cayó herido por un disparo a quemarropa de un soldado polaco. La resistencia se ahogó bajo el peso de los uniformes galos. Juan Suárez intentó escapar pero fue apaleado y capturado.
"Tras tomar el control de las calles de Madrid, el ejército francés ordenó la inmediata ejecución de los patriotas detenidos tras su alzamiento en distintos puntos de la ciudad. El mismo día 2 los fusilamientos tuvieron lugar en el paseo del Prado —además de en la Puerta de Alcalá, en Cibeles o en Recoletos— y en la madrugada del día 3, en la montaña del Príncipe Pío y en el Parque del Retiro", apunta la biografía de Juan Suárez en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia.
El único superviviente
A Suárez le tocó morir fusilado por el sorteo junto al cura Francisco Gallego Dávila. Sin embargo, consiguió esquivar su destino. En Archivo de la Villa de Madrid se explica: "A las quatro de la mañana salió atado para la Montaña del Príncipe Pío, donde al tiempo de arrodillarse con los demás para recibir la descarga, pudo desatarse, y quando hicieron esta, figurándose muerto antes de disparar, se echó a rodar por aquella cuesta hasta la hondonada […] Fue perseguido por trece o catorce hombres hasta encontrar refugio en la Ermita de Nuestra Señora del Puerto (sic)".
Los cuerpos de los 43 ejecutados permanecieron insepultos por orden expresa de Murat, para que el pueblo escarmentase. El calor de mayo comenzó a pudrir los cadáveres repletos de moscas y, ante el riesgo de epidemia, se decidió enterrarlos en una fosa común en el cercano Cementerio de la Florida, donde aún reposan.
Goya, gran testigo de los desastres de la Guerra de la Independencia (1808-1814), no pudo ver con sus propios ojos aquella masacre. Los alborotos se aplacaron con gran espanto y las tropas francesas decretaron un férreo toque de queda. Terminada la contienda y esperando el regreso de Fernando VII, la Tesorería Real le encargó dos pinturas al aragonés para recordar la lucha contra el francés. Los temas elegidos fueron las escenas vividas por la capital los días 2 y 3 de mayo de 1808, ambas conservadas en el Museo del Prado.
[El día que Napoleón conquistó El Retiro al asalto: la olvidada batalla de Madrid de 1808]
El pintor aragonés acostumbraba a informarse bien sobre sus obras y es muy probable, según recoge el Museo del Prado y la Real Academia de la Historia, que en algún momento se interesase por el "resucitado" de Príncipe Pío. De todos los lugares donde se fusilaron a los presos eligió aquel cerro, donde pudo escuchar relatos en primera persona. De la vida de Juan Suárez solo se conoce este episodio: era una persona común y corriente como la de los hombres y mujeres que aquellos días hicieron historia.
"El Dos de Mayo de 1808 no fue la rebelión de los españoles contra el ocupante francés, sino la del pueblo español contra un ocupante tolerado (por indiferencia, miedo o interés) por las clases pudientes. Y desde este punto de vista, no se representa únicamente un magnífico empuje de patriotismo, sino que fue una manera de hacerse cargo de la soberanía nacional a la que habrían renunciado los jefes naturales (supuestos jefes naturales) que eran los soberanos y la nobleza", explica el historiador e hispanista francés Gérard Dufour en La Guerra de Independencia.