Las huestes de Juan I de Castilla, hijo de Enrique II, llevaban días moviéndose a marchas forzadas en el interior de Portugal bajo el inclemente sol del verano del año 1385. Eran en total cerca de 30.000 castellanos, aragoneses, franceses y lusos, entre peones y caballeros. Estaban dispuestos a poner fin a aquella larga guerra intermitente que se eternizaba y que había empezado en 1369, cuando Enrique II puso fin a la contienda civil castellana al asesinar en Montiel a Pedro I, un rey al que unos llamaban "el Cruel" y otros "el Justo".
El 16 de agosto de 1385, en el cruce de caminos de Aljubarrota, les esperaban 6.600 peones, jinetes y arqueros portugueses e ingleses. El maestre João I de Avís había fortificado el lugar con fosos, empalizadas y covas de lobo, pequeños agujeros camuflados que escondían estacas para herir a las monturas, técnicas conocidas desde la época de Julio César. El desastre del monarca castellano fue total. En apenas un par de horas perdió 3.000 hombres. En su desbandada cayeron otros 4.000 y Juan I se vio obligado a regresar a su reino.
En Portugal tronaron las campanas de las iglesias proclamando la victoria que cambió la historia de la Península Ibérica. Corrieron ríos de tinta que llenaron pergaminos y volúmenes y João I se consolidó como rey. Hoy, casi tres siglos y medio después de la matanza y para desesperación de los investigadores de la Universidad de Castilla-La Mancha y sus compañeros lusos, los edificios privados y los campos de cultivo cubren gran parte del viejo campo de batalla, que fue saqueado a conciencia tras el combate.
Un terreno difícil
Entre los años 2018 y 2020, los arqueólogos de la UCLM, en colaboración con el Centro de Interpretación de la Batalla de Aljubarrota (CIBA) y el Ministerio de Cultura portugués, peinaron el terreno con modernos georradares, una técnica no invasiva. Cuando comenzó la excavación encontraron un rico aplique decorado con motivos marítimos, restos de herraduras y clavos, parte de un foso y huecos de estacas. Entre los restos estudiados destacan media docena de covas de lobo que han podido ser datadas por primera vez en el siglo XIV gracias al carbono 14.
"Arqueológicamente es muy difícil hacer un estudio por lo efímero del combate, lo que contrasta con la grandísima cantidad de documentación escrita que hay sobre el mismo", explica Jesús Molero García, arqueólogo de la UCLM y codirector de las excavaciones españolas en Aljubarrota junto con David Gallego Valle. Además, toda la zona está casi completamente urbanizada con edificios o campos de cultivo que siguen en uso.
"La datación de las defensas en este marco cronológico es fundamental y lo fija el contexto de la batalla. El resto de materiales asociados a este conflicto es casi inexistente. Hay que tener mucha cautela porque las piezas suelen aparecer descontextualizadas. Muchas de las herraduras, clavos y apliques de vestimenta están cerca de una gran vía muy utilizada en toda la Edad Media, lo que no nos permite asegurar que pertenezcan a combatientes de la batalla", añade Maria Antonia de Castro, directora del CIBA.
La ambición de un rey
Tras años de guerras y cabalgadas fronterizas entre las dos coronas a consecuencia de la guerra civil castellana, el trono de Portugal quedó vacante en 1383. Juan I de Castilla lo quería, lo anhelaba, era su derecho, casado como estaba con Beatriz de Portugal. Lo intentó en 1384, pero sus huestes abandonaron el sitio de Lisboa, corroídas por las fiebres y los bubones de la temida peste negra. Una parte de la aristocracia obedecía a João I, que había sido proclamado soberano por las cortes de Coímbra.
En 1385 Juan I quiso poner fin a aquella situación e invadió Portugal desde la localidad extremeña de Ciudad Rodrigo acompañado por 30.000 hombres. "El ejército de Juan I de Castilla era una gran coalición de aragoneses, portugueses, castellanos y franceses. Era un ejército medieval en el sentido clásico del término, formado en gran parte por numerosa caballería pesada", detalla Molero García. Las tropas del de Avís las formaban 6.600 hombres entre caballeros, peones y temibles arqueros ingleses.
João I decidió plantarles cara en Aljubarrota, un lugar que había elegido a conciencia. Situó su campamento sobre una pequeña meseta flanqueada por dos arroyos, uno de los cuales está canalizado en la actualidad. Dichos riachuelos cerraban la meseta, rodeados por una densa maleza y una vegetación de ribera que hizo de muralla. Tanto el norte como el sur del campamento fue fortificado a conciencia con fosos, empalizadas y las temibles covas de lobo.
En lugar de una arrolladora y aplastante victoria, los castellanos encontraron la muerte. Bajo el silbido de las flechas quedaron atascados en un embudo mortal creado por el terreno y las fortificaciones. Desde atrás sus compañeros empujaban ansiosos por entrar en combate. En vanguardia morían asaetados como San Sebastián o rematados en el suelo a hachazos y a mazazos por lusos e ingleses. Las monturas de guerra relinchaban angustiadas atrapadas en las covas de lobo. Fue un desastre.
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Según las crónicas, el propio Juan I de Castilla, que estaba enfermo durante la campaña, escapó de la escabechina gracias a que el caballero Pedro González de Mendoza le ofreció su caballo. Hoy se intenta averiguar cuál fue la ruta que siguieron los supervivientes, acosados por los portugueses.
"Fue una derrota castellana evidente. No fue decisiva en el sentido de que pusiera fin a las hostilidades: João I también se proclamó rey de Castilla y la guerra siguió en Galicia y las fronteras. No logró hacerse con el trono castellano, pero sí se consolidó como primer rey de la dinastía de Avís mientras que Juan I no volvió a pretender aquella corona", cierra Molero García sobre la importancia histórica de otra batalla más que la arqueología está sacando a la luz.