Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, llevaba un mes de veraneo en San Sebastián cuando se produjo el golpe de Estado de julio de 1936. A los 73 años, ya retirado de la política, el exalcalde de Madrid y tres veces presidente del Gobierno se había ido al norte buscando el fresco para terminar su libro de semblanzas sobre los cuatro presidentes de la Primera República. Ante la incertidumbre abierta por la sublevación militar, el 19 de julio decidió abandonar su casa del Alto de Miracruz, en Villa Casilda, alejada del centro, y refugiarse con su mujer en el Hotel María Cristina.
El panorama no resultó menos caótico: los empleados del hotel se habían declarado en huelga y los huéspedes debían arreglar a diario sus habitaciones y hacerse la comida. Al día siguiente, Romanones recibió la visita de un preocupado embajador francés Jean Herbette, un republicano liberal favorable a la República cuando comenzó su misión en España y con experiencia diplomática en la Rusa soviética entre 1924 y 1931. Le dijo al conde que no era prudente intentar cruzar a Francia "por el peligro del comité rojo de la frontera" y se lo llevó en su coche oficial a la casa de un amigo común en Fuenterrabía.
Gracias a este movimiento, el matrimonio se libró de engrosar la lista de casi de un centenar de víctimas que dejaron los enfrentamientos en el María Cristina entre milicianos y falangistas y huéspedes partidarios del golpe entre los días 21 y 23. También de la ola de violencia que se desató en las calles de San Sebastián. Nadie estaba seguro, aunque fuese por puro azar. Hauxine Harmens, esposa del cónsul de Finlandia, recibió un balazo mortal en el vientre por asomarse al balcón de su vivienda en la Avenida de la Libertdad mientras se registraba un tiroteo de milicias populares a las "casas burguesas".
Pero el nuevo refugio de Romanones no tardó en descubrirse. Como cuenta el historiador Guillermo Gortázar en su nuevo ensayo Un verano de muerte (Renacimiento), dos automóviles de milicianos se lo llevaron detenido el 17 de agosto a los bajos del Ayuntamiento de Fuenteberría, convertido en prisión improvisada. Al aparecer la noticia de su arresto en el diario Frente Popular, el embajador Herbette se dirigió de inmediato al despacho del gobernador civil, Antonio Ortega Gutiérrez, para reclamar la liberación inmediata de su protegido. ¿Por qué?
"Francia tenía una deuda de agradecimiento con el conde desde 1914 y era el político español más conocido en el país vecino, después de Alfonso XIII", resume Gortázar, autor también de la biografía Romanones (Espasa, 2021). "Pero además, Léon Blum, jefe del Gobierno [galo], era amigo y veraneante habitual en Hendaya, en donde coincidió en el Hotel Euskalduna con Romanones y su familia entre 1922 y 1927". El día 19, Herbette telegrafió a su superior, el ministro de Asuntos Exteriores, confirmando que el detenido tenía "buena salud" y que estaba custodiado por "cuatro hombres de confianza, armados, para impedir cualquier tentativa de asesinato".
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Se refería el embajador a la cascada de fusilamientos que se estaban registrando en San Sebastián. El primero de todos, al parecer, fue un abogado murciano llamado Ramón Sáez de Pinilla, señalado como un espía por estar pescando con caña en el paseo nuevo —supuestamente hacía señales a los barcos sublevados para que acertasen en sus objetivos—. A otro veraneante llamado José Portolés Serrano lo pasearon, acusado de ser monárquico y amigo de José Calvo Sotelo, por una camarera que le había escuchado sintonizando una emisora de radio franquista.
"Quisiera evitar estas ejecuciones, pero el movimiento popular es tan fuerte que si no se llevaran a cabo habría que temer linchamientos", confesaba el gobernador Ortega al embajador francés. Son solo algunas microhistorias que recoge Gortázar, doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, en su nuevo ensayo, en el que reconstruye, a través de las vivencias de cuatro decenas de testigos de todas las ideologías, cómo San Sebastián, en 57 días, del 18 de julio hasta el 13 de septiembre, jornada en que entraron en la ciudad las tropas del general Mola, también pasó, como Madrid, de Corte a Checa, siguiendo el título de la popular obra de Agustín de Foxá.
Oscuro cese
Romanones pasó seis días y sus correspondientes noches en los calabozos del Ayuntamiento. Los revolucionarios concentrados en los aledaños impedían su salida. Pero el Consejo de Ministros de la República decidió finalmente que el conde debía recibir un salvoconducto para abandonar el país. El gobernador se empleó a fondo para "convencer" a los elementos de la Junta de Defensa de San Sebastián, que no querían dejar escapar a una valiosa presa.
El 22 de agosto, el día en el que Romanones concedió una entrevista al diario Frente Popular en la que reconocía que no había sufrido molestia alguna, fue asesinado en la Cárcel Modelo el político republicano reformista Melquíades Álvarez. "La posibilidad de ver repetido el escándalo de un asesinato similar con Álvaro Figueroa, aún más grave por su repercusión internacional, movilizó a [Indalecio] Prieto y Largo Caballero, quienes ordenaron al gobernador Ortega que protegiera y posibilitara la salida de España de Romanones", señala Gortázar.
La liberación se produjo al final el día 25. Herbette, testigo de la violencia desatada en San Sebastián, recogió a Romanones y a su esposa y los condujo en coche diplomático hasta la frontera. Pernoctaron en San Juan de Luz y a la jornada siguiente se dirigieron a un hotel-balneario en Dax, a cuarenta kilómetros de distancia, en la carretera hacia Mont-de-Marsan. El gobernador Ortega abandonaría la ciudad el mismo día de su conquista por las tropas franquistas. El 15 de septiembre, el embajador galo trasladaba a su ministro, según recoge Gortázar, una impresión "más favorable" por primera vez a los sublevados que a los republicanos:
"Es imposible ignorar que el sistema político en vigor en Madrid ha cesado de ser constitucional. Estamos obligados a ver que el régimen existente en Madrid es una suerte particular de dictadura en donde dos partes, una socialista de izquierda y comunista y otra anarcosindicalista se disputan, en realidad, el poder". Otro embajador, el estadounidense Claude G. Bowers, a quien también le sorprendió el estallido de la Guerra Civil en San Sebastián, realizaba un diagnóstico opuesto: había que dar armas a los milicianos para frenar un golpe que consideraba organizado por Hitler y Mussolini.
Manifiesta Gortázar que los hechos contemplados por Jean Herbette y los informes remitidos a París fueron un ingrediente decisivo en la política de no intervención ratificada a finales de agosto por 27 países y mediante la cual se comprometían a "abstenerse de toda injerencia, directa o indirecta", en la contienda. "Un Gobierno autoritario militar y católico era un mal menor comparado con una dictadura de comunistas, anarquistas y socialistas revolucionarios", escribe. "Por si fuera poco, Francia y Reino Unido temían un estallido de una guerra europea generalizada que no deseaban y para lo que no estaban preparados. De ahí la 'No Intervención' y la creciente inclinación o 'comprensión' hacia los nacionales".
Herbette continuó como embajador francés hasta su cese en octubre de 1937 por un "oscuro caso de espionaje". A juicio de Manuel Azaña, "este señor se ha portado con nosotros puercamente, en todos los terrenos, y estoy seguro de que sus informes tendenciosos no habrán dejado de perjudicar a la República ante el Gobierno francés".