Los muros de Palermo se convirtieron a principios de enero de 1848 en un tablón de anuncios. Unas enigmáticas notas impresas anunciaban que el día 12, coincidiendo con el cumpleaños del rey Fernando II de las Dos Sicilias, el nieto de Carlos IV, tendría lugar una revolución. Las tropas de la guarnición se mantuvieron en alerta máxima, pero la jornada señalada amaneció sin disturbios. Los enfrentamientos solo surgieron cuando las fuerzas realistas —unos 4.000 efectivos— fueron enviadas por la tarde a disolver a la multitud congregada en diversos puntos de la urbe. Al anochecer, los insurgentes, apoyados por hombres armados que llegaban del campo, controlaban casi toda la ciudad.
Aunque Palermo llevaba varios años sumida en un clima de agitación política continua, no había ninguna planificación revolucionaria. La gente simplemente se amontonó en las plazas por curiosidad. Lo más llamativo es que el levantamiento triunfó. A principios de febrero, las tropas borbónicas y sus refuerzos, atacadas por bandas de rebeldes que golpeaban y se escondían en laberintos de calles serpenteantes, prácticamente se habían retirado. La ciudad, sumida en una ola de violencia que incluyó asesinatos de recaudadores de impuestos y de policías, contagió la rebelión a otros enclaves de la isla de Sicilia e incluso a Nápoles. Fernando II se vio obligado a prometer una Constitución.
En París, solo unas semanas más tarde, ocurrió algo similar. La cancelación de un banquete —eventos sociales muy arraigados en Francia— organizado por divisiones locales de la Guardia Nacional en el tenso distrito 12 acabó con una batalla campal. Los rebeldes levantaron más de 1.500 barricadas por toda la ciudad, transformando los barrios en células insurgentes. Los soldados de infantería, ante el sonido de un disparo accidentado, lanzaron varias descargas contra la masa, llena también de curiosos, que avanzaba hacia el Ministerio de Asuntos Exteriores. El 24 de febrero, un desesperado Luis Felipe abdicó, finalizando la última monarquía francesa.
Pero los motines de Palermo y París no fueron dos sucesos aislados. Antes de la Revolución de Febrero, los lectores de la prensa europea estaban bien informados sobre el avance del malestar político y en buena posición para reconocer su carácter transeuropeo. Existía un desorden interconectado que a lo largo de esos meses iniciales de 1848 iba a estallar por todo el Viejo Continente: Múnich, Berlín, Viena, Milán y en países como Dinamarca, Bélgica o España.
Sirven, eso sí, para reflejar las principales características de este "moderno acontecimiento de dimensiones monstruosas", como lo bautiza Christopher Clark, catedrático de Historia en la Universidad de Cambridge, en Primavera revolucionaria (Galaxia Gutenberg): su multitud de voces, su falta de coordinación —"se cree que fue consecuencia de la curiosidad", señaló uno de los testigos de los hechos de París— y la superposición de muchos vectores transversales de intención y conflicto.
"En general, las revoluciones no fueron causa unas de otras, como las fichas en fila de un dominó hacen caer a las que siguen. Pero tampoco fueron mutuamente independientes, porque estaban emparentadas, arraigadas en el mismo espacio económico interconectado, y se desarrollaban en órdenes culturales y políticos afines, impulsadas por procesos de cambios sociopolíticos e ideológicos interconectados desde siempre a escala transnacional", escribe el historiador. A su juicio, la Primavera de los Pueblos de 1848 fue "la única revolución auténticamente europea que ha habido jamás".
Profundas consecuencias
Otto von Bismarck reconoció que el terremoto surgido ese año supuso una ruptura entre una época y otra. El oficial y diplomático prusiano Joseph von Radowitz escribió a finales de ese mismo mes de febrero que "estamos en un punto de inflexión de los destinos de Europa". Sin embargo, la memoria popular de las revoluciones de 1848 es que fueron un fracaso. Clark explica en su monumental obra, que aglutina un inmenso enjambre de protagonistas y localizaciones, que esa idea tiene que ver con el hecho de que todos los relatos se canalizaron en una pluralidad de narraciones paralelas centradas en los diversos Estados nación —por ejemplo, en Alemania e Italia se han interpretado como el pistoletazo de una deriva que culminó con las dictaduras de Hitler y Mussolini—.
Sin embargo, el autor de Sonámbulos (Galaxia Gutenberg, 2012), defiende que no habría que abordar este proceso en términos simplistas de éxito o fracaso: "En muchos países produjeron cambios constitucionales rápidos y perdurables, y la Europa posterior a 1848 era, o llegó a ser, un lugar muy diferente. (...) Los movimientos e ideas políticos, desde el socialismo y el radicalismo democrático hasta el liberalismo, el nacionalismo, el corporativismo y el conservadurismo, se pusieron a prueba en aquella cámara; todos ellos cambiaron, con profundas consecuencias para la historia moderna de Europa". Provocaron, en resumen, una "profunda transformación en las prácticas políticas y administrativas de todo el continente, una 'revolución gubernativa' europea".
Clark estudia y divide en tres fases los acontecimientos de 1848. Al principio el "fuego abrasador" de las agitaciones se extendió por todas las ciudades, obligando a ejércitos a retirarse, a cancilleres a huir y a reyes a aceptar constituciones. Pero las divisiones afloraron en mayo y junio, registrándose violentos enfrentamientos entre los liberales y las masas radicales en las calles de las grandes urbes. Solo en París murieron 3.000 insurgentes. El otoño presenció una contrarrevolución que cerró parlamentos en lugares como Berlín, Praga, Viena y Valaquia, pero al mismo tiempo estalló otra revuelta radical dominada por demócratas y social-republicanos cuyos coletazos se extenderían hasta el verano de 1849.
Las consecuencias de este agitado periodo fueron profundas, no solo en el ámbito geopolítico. Los liberales, radicales y conservadores aprendieron por la vía rápida las técnicas de la política moderna; y los primeros supieron adaptarse al nuevo juego de alianzas con izquierdas y derechas, alcanzando complicados compromisos entre poder y libertad. Se abrieron debates acalorados en torno al papel de la mujer en la sociedad, el derecho al trabajo, la propiedad de la tierra o la independencia nacional. Pero la principal hipótesis de Clark es que ni la Revolución francesa de 1789, ni la Comuna de París de 1870 ni las revoluciones rusas de 1905 y 1917 produjeron una sacudida transcontinental comparable a las convulsiones de 1848.