Entre el barro y el acre olor de la pólvora una columna española nativa castigada por francotiradores invisibles luchó en marzo de 1864 otro combate olvidado en el infierno verde de la selva dominicana que dejó cinco muertos y 28 heridos. Al otro lado de las turbias aguas del río Yabacao, los guerrilleros independentistas se desvanecieron como fantasmas disparando unos últimos tiros. Al otro lado el general Juan Suero había comenzado a fumar un cigarro.
El conocido como "Cid Negro" nunca se tomaba en serio las fases finales de las escaramuzas. El enemigo disparaba casi sin apuntar, más que nada para retrasar la persecución, y así lo comentaba risueño a sus compañeros hasta que le alcanzó una bala perdida. Poco después moría dejando consternados a los escasos dominicanos que a esas alturas de la rebelión aún luchaban bajo una bandera española que entre 1861 y 1865 volvió a ondear en La Española.
"Yo, que no he dudado nunca de la existencia de nuestro Cid Campeador, desde que conocí a ese Cid Negro de La Española, que le llamábamos el general Suero, creo que puede pasar a nuestros anales con la fama legendaria del conquistador de Valencia", escribió sobre él José de La Gándara, político, militar y último gobernador del Santo Domingo español.
Cuando en 1861 desembarcaron de nuevo las tropas del Ejército y la Armada en La Española, invitados por el presidente Pedro Santana, Juan Suero era el jefe militar de la ciudad de Moca. Se decía que tenía la piel de color cobrizo, que era alto y fornido, de habla expansiva, amigable y un poco tosca.
Llegó a remitir una queja a las nuevas autoridades militares en la que narraba que un capitán peninsular le había faltado al respeto "por su raza". La situación se investigó y al capitán se le arrestó por 8 días, pena muy leve teniendo en cuenta la diferencia de rango. El militar dominicano llegó a amenazar con retirarse a su hacienda, a un destierro autoimpuesto.
Un caudillo
Juan Suero había nacido en la localidad dominicana de San Cristóbal en 1808, cuando en Santo Domingo aún formaban parte de un Imperio español al otro lado del Atlántico. En 1821 la joven República Dominicana proclamó su independencia.
Mientras en el continente se despedazaban realistas e independentistas, toda la isla de La Española quedó ocupada por Haití, un país que había nacido de una rebelión de esclavos. Poco se sabe de la vida del joven Suero más allá de que, cuando le tocó hacer el servicio militar, huyó a los montes de su tierra para unirse a la rebelión dominicana.
Veterano en combate, ascendió en las filas patriotas, combatió en la batalla de Sabana Larga al mando de un batallón y terminó la guerra en 1856 con el rango de general de brigada. En 1861 la situación de la nueva nación era tensa. La amenaza haitiana seguía ahí y el presidente Pedro de Santana escribió a la corte de Madrid clamando que el pueblo dominicano estaba ansioso de volver a formar parte del Imperio español, algo que por otro lado era mentira. Santana había falseado las actas de adhesión y las encuestas a la población.
Degradados
El mismo día de la anexión, los vivas a la reina Isabel II y a España fueron recibidos en la mayoría de los casos con indiferencia y suspicacia. Se intentó reformar al ejército dominicano. Aquella suerte de milicia nacional contaba con numerosos oficiales que fueron licenciados o relegados a tareas secundarias y sus salarios rebajados, como el caso del maltratado Suero, fiel seguidor de Santana, que de presidente pasó a ser capitán general.
"No sin cierta razón, los mando dominicanos se sintieron prontamente relegados y menospreciados por los españoles, a lo cual se uniría la desafortunada disposición de que una buena parte de los mismos dejara de percibir sus haberes (y sin ningún tipo de explicación) y que no se les reconociera sus grados militares e, incluso, se les prohibiera el uso de los uniformes del Ejército español", explica el investigador Manuel Rolandi Sánchez-Solís en su artículo La intervención española en Santo Domingo de 1861-1865, publicado en la Revista de Historia Militar. La guerra estalló en 1863.
El Cid Negro
Al mando de la ciudad de Santiago una leyenda dice que Suero se infiltró vestido de civil entre los independentistas locales y los redujo cuando la sublevación prendió en el país. Más tarde defendería casi en solitario la misma posición, asediado por columnas rebeldes. En junglas, manglares y caminos de tierra azotados por lluvias tropicales las tropas españolas, diezmadas por la fiebre amarilla, libraron una penosa guerra de escaramuzas, golpes de mano y emboscadas.
La gran parte de las milicias, con la excepción de Suero y algún oficial más, se pasó a los patriotas. Según relata el intelectual dominicano Rufino Martínez en su Diccionario Biográfico-Histórico Dominicano, a Suero le gustaban los anillos y las cadenas de oro y, en ocasiones, mostraba un reloj con símbolos masones que escandalizaba a los mandos europeos.
En las feroces marchas y contramarchas de aquella guerra colonial, solía ir el primero, animando a sus hombres. En la Sabana de San Pedro lideró una carga de bayoneta en la que sus milicianos acabaron con 40 enemigos. Los españoles recordaban admirados como bajo el estruendo de los combates, en la oscuridad de la selva, solía gritar su nombre a los guerrilleros en señal de desafío. Muchos de ellos eran antiguos compañeros que habían servido a sus órdenes o luchado a su lado en la guerra contra Haití.
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Sentía un respeto casi religioso por la palabra dada y las promesas, muchas de ellas le ligaron con Santana y quizá por eso no cambió de bando y combatió bajo la bandera rojigualda hasta que en marzo de 1864 una bala segó su vida a orillas del río Yabacao, en un lugar al que llaman el Paso del Muerto.
"Admiraba verlo sonreír, tranquilo, inalterable, en medio del peligro. La entereza que anima y mantiene el valor, ese estímulo que ennoblece toda lucha, no fue jamás comparable a la calma conservada por Suero en la pelea, que no alteraba nunca la dulce expresión de su semblante, ni la firmeza de su serenidad apacible. Era, en fin, uno de esos soldados que, por privilegio de las condiciones que adornan, saben inspirar confianza a cuantos le siguen en los trances más comprometidos", anotó sobre él José de La Gándara, último gobernador de Santo Domingo.