Según las crónicas medievales, a finales del siglo XIII "dos galeras muy bien armadas" mandadas por Ugolino Vivaldi y su hermano Valdino partieron del puerto de Génova repletas de agua y provisiones para su largo viaje más allá del Mediterráneo y las Columnas de Hércules. Nunca se supo con certeza cuál era su destino. Desaparecieron pasado el cabo Juby y nunca se supo si avistaron las islas Canarias. Casi un siglo después, en el año 1341, el Atlántico comenzaba a atraer a las coronas ibéricas.
Dos buques tripulados por castellanos, portugueses, catalanes e italianos partieron de Lisboa rumbo al sur, siguiendo una ruta similar a la de las desaparecidas naves genovesas. Volvieron con vida y su periplo fue narrado por la pluma del propio Giovanni Boccaccio, autor de El Decamerón. El literato sabía que no habían descubierto nada nuevo y que el lugar ya había sido explorado por los romanos antes de caer en el olvido sobre el siglo IV d.C.
Pronto llamaron la atención del reino de Castilla, obcecado en hacerse con ellas a cualquier coste. "Resultó ser uno de esos acontecimientos casi fortuitos que cambian la historia, porque esta posesión puso a Castilla en posición de apoderarse literalmente del resto del Atlántico. No solo porque las Canarias estaban situadas casi en el centro del océano, sino que también, y sobre todo, porque se encontraba en una posición casi opuesta respecto a los vientos alisios", explica en Historia del mar (Ático de los Libros) Alessandro Vanoli, doctor en Historia Social Europea por la Universidad de Venecia.
Castilla esgrimió como argumento, sin ninguna base, que Canarias formaba parte de la Hispania visigoda, lo que levantó miradas suspicaces entre los soberanos de Aragón y Portugal que dejaron hacer a su vecino. Allí, según las crónicas, solo había "salvajes por sus costumbres y hábitos". A finales del siglo XV, Cristóbal Colón logró camelarse a los Reyes Católicos y su plan de alcanzar las costas de las Indias navegando hacia el oeste fue aprobado. El resultado es de sobra conocido: tras recoger agua y los últimos suministros en Canarias, el 12 de octubre de 1492 descubrió América y el archipiélago africano se volvió una escala imprescindible en la ruta hacia el Nuevo Mundo.
Las sirenas de Colón
El mar es la medida de todos los imperios. "Quien domina el mar, controla el comercio; quien domina el comercio, gobierna el mundo", afirmó en el siglo XVI el político inglés Walter Raleigh. En la monumental obra de Alessandro Vanoli -que en sus 672 páginas abarca cuatro mil millones de años-, la geología, la historia y las diferentes mitologías y religiones de decenas de pueblos se funden y entremezclan con gran maestría formando una novedosa historia del mar y su relación con la humanidad.
En esta conexión milenaria, muchos pueblos en diferentes partes del mundo y momentos históricos cazaron ballenas, morsas, delfines y tiburones entre demás bestias marinas. Surcaron sus aguas, a veces amables y otras inclementes, para comerciar, pescar y entrar en contacto con pueblos extraños. Lejos del hogar enfrentándose a su inmensidad, muchos marineros afirmaron ver criaturas misteriosas que pasaron a la cultura popular. Tal es el caso del Kraken o las sirenas.
"Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz", ordenaron las sirenas a Ulises en su fatídico regreso a Ítaca tras la destrucción de Troya. Eran mitad mujer y mitad pájaro, hijas de Aqueloo, dios del río e hijo de la ninfa Tetis y el titán Océano. Aquellos seres mutaron con el tiempo y están presentes en casi todas las culturas. Aparecen en Japón con el nombre de ningyo: seres con torso humano, boca de mono dientes y cola de pez. En China se decía que de sus lágrimas nacían perlas.
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En la Edad Media adquirieron aspecto de pez y se convirtieron en el símbolo de la lujuria. "Desde siempre, los marineros han jurado haberlas visto. Algunos de ellos fueron bastante famosos, como Cristóbal Colón, que afirmó haber avistado hasta tres sirenas en su segundo viaje, en 1493, mientras estaba en altamar", narra el historiador.
En la Odisea, el primer gran poema sobre el mar según el autor, varias de estas criaturas se suicidaron arrojándose a las profundidades del Mediterráneo al fracasar en su intento de arrastrar a Ulises hacia la muerte. La tripulación del héroe homérico se tapó los oídos con cera mientras su líder, atado a un mástil, desafío a las criaturas escuchando su canto, el cual quería guardar en su memoria. "Recordar y olvidar: casi parece que el secreto del viaje sea ese. Ulises siempre debe recordar algo para encontrar el camino de vuelta a casa", apunta Vanoli.
Redescubrir las Canarias
Desde el siglo IV d.C. la historia occidental había olvidado el archipiélago africano hasta que en 1341 los buques lisboetas llegaron a sus costas y avistaron a los guanches. En aquella ocasión, el literato Boccaccio -que narró el periplo- sabía que aquellas islas no eran nuevas ni se había realizado descubrimiento geográfico alguno. El historiador romano Plinio el Viejo ya había hablado de ellas hacía mil años.
Según los fragmentados textos romanos, a principios del siglo I a.C. un gobernante indígena del norte de África llamado Juba desveló al Imperio romano una ruta marítima desconocida. A cinco meses de navegación desde Gadir (Cádiz), se encontraban las legendarias Islas Afortunadas. Según la mitología clásica allí moraban las almas virtuosas. El poeta Horacio cantó sobre ellas que "la tierra da grano sin labrar y la vid sin podar siempre florece y la rama de olivo brota sin engaño".
Según los relatos del periplo, su belleza les hechizó, pero su estancia allí fue cuando menos extraña. No vieron hombres pero sí las ruinas de un viejo y pequeño templo de piedra desgastado por el viento y una aldea abandonada. Algunos juraron ver sombras humanas vigilándoles desde los riscos.
"Luego llegaron los perros, atraídos al principio por el fuego del campamento (...). Dicen que el nombre se les ocurrió a los marineros: con todos esos animales, aquella isla solo podía llamarse Canaria", cierra el historiador.