Su nombre era célebre en una Hispania desgarrada por la guerra, la herejía y el hambre. Decían que el viejo ermitaño Emiliano de la Cogolla, más conocido como San Millán, hacía milagros y expulsaba demonios. Desde territorio cántabro le llevaron a una paralítica, Bárbara, a la que sanó, y a una ciega, sierva del senador Sicorio, a la que devolvió la vista. Guiado por designio divino, el anciano que rozaba el final de su vida agarró su cayado en el año 574 d.C. y se dirigió a las montañas del norte, hacia Peña Amaya.
Situada al noroeste de la actual provincia de Burgos, una enorme atalaya que alcanza los 1.370 metros de altura recibió al anciano. Ascendió por su agria cuesta hasta su entrada protegida por murallas de época prerromana. El poblado era vigilado por una fortaleza en lo más alto de la meseta de 42 hectáreas. El santo se presentó ante un enigmático Senado que controlaba la región de Cantabria, una extensa zona que abarcaba el oriente de Asturias, norte de Burgos y partes de Álava y La Rioja. El monje intentó evangelizar a los locales y, como hizo el profeta Jonás en Nínive, advirtió a sus senatores.
Asaltado por visiones apocalípticas avisó a los grandes senadores de que su pueblo sería arrasado, pero no quisieron escucharlo. Según la biografía del santo escrita por San Braudelio, uno de aquellos señores llamado Abundancio se rio del eremita. Aquel mismo año, en Toledo, un rey guerrero que soñaba con conquistar Hispania alistó a sus soldados para encarnar "la ira de Dios" sobre los "horrendos cántabros".
La "ciudad madre"
La ciudad de Amaya o Amaia, que significaría "ciudad madre", tuvo población al menos hasta el siglo X d.C. y en la actualidad apenas queda nada. Hoy la caseta del guardia se yergue solitaria en la meseta repleta de ruinas olvidadas que se cubren de nieve en invierno y sobre las que el sol cae a plomo en verano. Habitado desde la prehistoria, en las guerras cántabras de finales del siglo I a.C. el emperador Augusto construyó un bastión militar desde el que poder internarse hacia las montañas y controlar el paso a las llanuras de cereal.
Esta posición protegió más tarde la calzada que unía la meseta con Julióbriga y el actual puerto de Suances. Del yacimiento de Amaya, apenas estudiado, se conocen algunas estelas con nombres romanos y cántabros, restos cerámicos de vasos, ánforas, peines y algunas monedas de lo que fue un modesto asentamiento militar y civil protegido por murallas prerromanas.
Con el fin de Roma, el asentamiento, enclavado en una posición estratégica y muy fácil de defender, se convirtió en una especie de capital regional de Cantabria donde se reunía un Senado autóctono, el mismo que no quiso escuchar a San Millán. ¿Pero quiénes fueron estos senatores?
El Senado
En el Bajo Imperio romano los terratenientes de Asturias y Cantabria se hicieron los amos de unas tierras agrícolas y ganaderas cada vez más ásperas y pobres. En el año 411 los vándalos asolaron el sur de la región y, más de 40 años después, una flota de piratas hérulos castigó las costas del norte, incluida Galicia. Ante la desintegración de la administración de Roma, los aristócratas hispanorromanos de la Península Ibérica se situaron como último baluarte de seguridad en sus villas y ciudades.
Los nobles más prósperos y poderosos estaban en la Bética, pero en los montes de Cantabria y la actual Asturias el proceso fue similar. Estos terratenientes contaban con ejércitos privados que en origen quizá estuvieron formados por remanentes de legionarios romanos y limitanei destinados a luchar contra bandidos y proteger caminos que se vieron abandonados a su suerte.
Así, entre los siglos V y VI d.C., estos grandes señores terminaron gobernando sobre miles de siervos, esclavos y colonos. Se sabe que algunos de estos aristócratas, como Abundancio, Honorio y Nepociano, se reunieron en Peña Amaya y se mostraron muy celosos a la hora de defender su independencia política frente a visigodos, vascones y francos, por lo que crearon pequeños castillos en los caminos y pasos de montaña.
"Las menciones de los cronistas visigodos al 'nevado vascón' o al 'horrendo cántabro', en definitiva, solo reproducen unos tópicos literarios originados en el mundo clásico acerca del carácter belicoso y montaraz de los pueblos norteños, al servicio de una interesada dicotomía entre un reino de Toledo heredero del poder imperial, y los 'paganos' incivilizados", explica el investigador Yeyo Balbás en su obra Espada, hambre y cautiverio (Desperta Ferro).
Un rey furioso
"En estos días [del año 574], el rey Leovigildo, habiendo entrado en Cantabria, mata a los usurpadores del país, toma Amaia, se apodera de sus riquezas y somete la provincia", apunta el lacónico cronista Juan de Bíclaro. El incansable rey visigodo contaba con un pequeño pero veterano ejército de caballería pesada compuesto por bucelarios que marchó como un trueno a principios de verano. Al igual que en sus campañas anteriores, sus armas fueron la astucia, la velocidad y el engaño.
Aplastó toda resistencia ofrecida por las levas improvisadas de los senatores que armaron a sus siervos y colonos. Los jinetes visigodos cubiertos de hierro remontaron el Ebro desde Caesaraugusta (Zaragoza) y asolaron los caminos de montaña, robaron ganado y cayeron como el rayo en villas y aldeas hasta que, sin más tierras que saquear, bañaron sus armas en el mar. Las defensas de Amaya cayeron al asalto.
No hubo un asedio muy largo ni elaborado. Las fuentes informan que se registró una traición y los hombres del rey de Toledo masacraron a los lugareños y a sus senadores, alcanzados por "la vengadora espada de Leovigildo", según las crónicas.
Antes del invierno y las primeras nieves, toda la región olía a humo. "De esta manera, Leovigildo no solo sometió la extensa Cantabria hasta entonces libre de dominio godo, sino que también alzó un muro defensivo que detenía la expansión vascona, a menudo dirigida o al menos reforzada por elementos francos", explica José Soto Chica, historiador de la Universidad de Granada especializado en la Tardoantigüedad y la Alta Edad Media, en su obra Leovigildo. Rey de los hispanos (Desperta Ferro).
Sobre las ruinas de Peña Amaya se levantó un nuevo poblado que sobrevivió hasta el siglo X. La élite aristocrática que logró escapar de la escabechina pactó con los nuevos amos y pasaron a depender de un dux godo. El ducado de Cantabria, en zona fronteriza con los vascones y francos, sufrió constantes escaramuzas.
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Su último duque, Pedro, acogió a exiliados y refugiados hispanogodos que huían de las huestes de Tariq cuando acabó con el rey Rodrigo en el año 711. Amaya caería presa del pánico en manos islámicas pocos años después. Pedro participó en la rebelión de don Pelayo y sus vástagos se situaron como los primeros reyes del primitivo reino de Asturias. Nunca se sabrá si su hijo Alfonso I acabó con el rey Fávila en una conjura para hacerse con la corona del naciente reino.