María Antonia de Nápoles estaba muy ilusionada con la posibilidad de ser reina de España. Sin embargo, su primer encuentro con el futuro Fernando VII le causó una gran decepción. "Desciendo de la carroza y veo al príncipe. Creí desmayarme. Después de haber visto su retrato, en el que era más feo que guapo, en vivo parecía un Adonis; estaba turbado (...). Cuando se está prevenido, se encuentra el mal menor, pero yo que creí lo que se me dijo, quedé muy asombrada al ver todo lo contrario", relataría en una carta a su cuñado. Su futuro marido era "una pelota, todo cuerpo y apenas piernas, y cabeza de enano con ictericia".
La suegra del príncipe de Asturias —la boda se celebró el 30 de septiembre de 1802 en Barcelona— no hizo un retrato menos descarnado: el hijo de Carlos IV era un ser abominable con una figura espantosa, feo de cara, grueso de cuerpo, muslos y rodillas redondas, con una vocecilla fina "que da miedo", carente de instrucción, lelo, "un pánfilo completo" y un pelmazo que no salía de la habitación de su esposa. Lo cierto es que el monarca felón no satisfizo a ninguna de las mujeres ni por el físico ni por su comportamiento, insuficiente también en el lecho matrimonial.
María Carolina, revelando la información transmitida por su hija, contaba al marqués de Gallo que el príncipe, "después de ocho días durmiendo juntos, aún no es marido de su mujer". El 3 de marzo del año siguiente la situación seguía sin cambios: "Debe ser muy fuerte, cuando a los dieciocho años no se siente nada y a fuerza de orden y de persuasión se hacen pruebas inútiles sin resultado, sin consecuencia; no hay placer ni efecto. Esto me parece muy extraordinario y desagradable para quien se halle a su lado". La reina napolitana no pudo transmitir la buena noticia hasta el 29 de septiembre de 1803.
Como explica el historiador Emilio La Parra en su fundamental biografía Fernando VII. Un rey deseado y detestado (Tusquets), lo que realmente desazonó a María Antonia fue la carencia afectiva del príncipe y su impotencia sexual: "Fernando era un joven inmaduro, afectado de macrogenitosomía (desarrollo excesivo de los genitales), causa de la aparición tardía de los caracteres sexuales secundarios; no se afeitó hasta seis meses después de la boda. Su acusada timidez y su abulia, que tanto molestaron a su esposa, le incapacitaron para hacer frente a una situación para él imprevista".
No obstante, fue solo el primer episodio de unas complicadas relaciones maritales. Fernando VII tuvo cuatro esposas y muchos problemas para engendrar un heredero al trono: no lograría legar un vástago varón, sino que transmitió la a su hija Isabel II, la primogénita del enlace con su última esposa. Del cuarteto, solo una de ellas no compartía sangre con el monarca absolutista: las otras fueron una de sus primas y dos sobrinas. La endogamia borbónica en su máxima expresión.
Cuatro años después de haber contraído nupcias y tras dos abortos, María Antonia murió de tuberculosis. La siguiente esposa del rey felón fue también de su propia sangre: María Isabel de Braganza, su sobrina, la hija de su hermana mayor. Una mujer poco agraciada que fue recibida en palacio con un burlesco pasquín —en la corte había un sector contrario a su casamiento con el soberano—: "Fea, pobre y portuguesa. ¡Chúpate esa!". Tan solo fue reina veintiséis meses, pero le dio tiempo a abrir el Museo del Prado y lograr que las mujeres accediesen a la Academia de San Fernando para que fueran formadas en las artes mientras su cónyuge se pasaba la noche de parranda en los prostíbulos.
Problemas en la cama
María Isabel dio a luz a dos niñas. La primera vivió solo unos meses y la segunda murió pocos minutos después de que le practicasen una cesárea. Esa jornada del 26 de diciembre de 1818 fue terrible porque también falleció la reina, probablemente a consecuencia de una eclampsia, una enfermedad que afecta a la mujer en el embarazo y se caracteriza por convulsiones seguidas de un estado de coma. El suceso consternó al reino y al propio rey, que no tardaría en encontrar nueva esposa.
Fernando VII estuvo viudo hasta el 20 de octubre de 1819, cuando se casó con María Josefa Amalia de Sajonia. "No es nada fea, antes bastante agraciada y tiene muchos deseos de agradarte en todo, y es muy modestita en el mirar; parece que has de ser feliz", le dijo al rey el infante don Carlos sobre la joven, a la que le faltaba un mes para cumplir dieciséis años.
A María Josefa la acompañó siempre la imagen de antitaurina y mojigata reacia a mantener relaciones íntimas con su marido —se dice que incluso la obligaba antes a rezar el rosario—. Al menos es lo que se consolidó casi como irrefutable a raíz de la publicación en 1830 de un relato sobre la noche de bodas de los novios transmitido por el escritor Prosper Mérimée a su amigo Stendhal. La fuente era una supuesta dama de Madrid.
Según el autor de Carmen, al entrar el rey en la habitación, la reina huyó despavorida al ver su miembro viril "delgado como una barra de lacre en la base, grueso como un puño en el extremo y largo como un palo de billar". Convencida por sus sirvientes para no ofrecer resistencia, "a su primer esfuerzo [del monarca] por abrir una puerta, se abrió la de al lado de forma natural y se ensuciaron las sábanas de un color muy diferente al esperado en una noche de bodas".
"Poco importan la veracidad del relato. Lo relevantes es que si no en los términos referidos, sí en otros parecidos se divulgó por Madrid y traspasó la frontera, lo cual nada tiene de extraño, pues la imagen de Fernando VII en Europa era pésima y no existía dificultad en conceder credibilidad a cualquier anécdota sobre él, aunque fuera escatológica o salope, como califica Mérimée la que comunica a su amigo", explica La Parra.
Una década se prolongó este enlace hasta que unas fiebres le causaron la muerte a María Josefa Amalia de Sajonia en 1829. Y una vez más, Fernando VII encontró una nueva mujer en el árbol genealógico de los Borbones: su sobrina María Cristina, hija de su hermana María Isabel y Francisco I de las Dos Sicilias. Esta reina gobernadora, reconocida corrupta y mala madre, lograría al fin entregarle un sucesor al trono de España —los rumores palaciegos indican que el monarca empezó a utilizar durante las relaciones sexuales un cojín con un agujero en el centro—, aunque no fue varón: el rey felón tuvo que abolir la ley sálica para que Isabel II, no sin guerra civil de por medio con su tío Carlos María Isidro, fuese nombrada reina.