Los intentos de invasión de Inglaterra son uno de los grandes lunares de la historia militar de la Monarquía Hispánica. La empresa más famosa fue la llamada Armada Invencible de Felipe II en 1588, formada por 137 barcos y 25.696 hombres. Sin embargo, por distintas vicisitudes, los Borbones también se lanzaron a la conquista de las islas británicas. En 1779, en medio de la Guerra de Independencia de EEUU, España y Francia armaron una poderosa flota combinada de 150 buques y 31.000 soldados que también fracasó por culpa de una terrible epidemia de disentería.
Pero estas dos operaciones no fueron las únicas: hubo otra acometida entremedias, durante el reinado de Felipe V. Concluida la guerra de Sucesión y ratificado el tratado de Utrecht, el primer Borbón español se embarcó en una serie de movimientos bélicos para recuperar sus posesiones italianas. En 1717 conquistó Cerdeña sin mayores problemas y al año siguiente trató de hacer lo mismo con Sicilia. Sin embargo, pese a controlar gran parte de la isla, un ataque sorpresa de la Royal Navy en el cabo Passaro hundió o apresó a la mayoría de buques de la escuadra española, inferior en número. Lejos de tratar de llegar a un acuerdo de paz, el rey aceptó el órdago y estalló una nueva contienda: la guerra de la Cuádruple Alianza.
Ante la superioridad enemiga en los mares, el primer ministro de Felipe V, el cardenal Alberoni, decidió llevar las hostilidades en 1719 a suelo inglés, inmerso en una lucha civil por las aspiraciones al trono del católico Jacobo Estuardo. El plan trazado constaba de dos vetas. En la primera, tres centenares de infantes del Regimiento Galicia debían, como movimiento de distracción, desembarcar en Escocia, apoyar a los rebeldes liderados por Robert Roy McGregor y prender más conatos de insurrección en el oeste. Lograron llegar a su objetivo, pero el 10 de junio fueron derrotados en la poco conocida batalla de Glenshiel —en realidad, sus aliados se retiraron ante los primeros disparos de artillería del ejército enemigo y tuvieron que negociar una rendición—.
La segunda fase de la operación era más ambiciosa: Alberoni acordó con el representante de los exiliados jacobitas, el duque de Ormonde, antiguo capitán general de los ingleses que había combatido contra los españoles en las batallas de Cádiz y Rande de 1702, el envío al suroeste de Inglaterra de una flota que se uniría a los leales a la causa católica. La idea era recabar más apoyos para tomar Londres y deponer al rey Jorge I. En total se armó en Cádiz una veintena de buques en la que embarcaron unos 5.000 hombres. Pero otra vez las inclemencias del tiempo, como le había ocurrido a Felipe II, se interpusieron en el intento de invasión: una terrible tempestad a la altura de Finisterre dispersó a los barcos, forzándolos a refugiarse en el primer puerto disponible.
A lo largo del verano, mientras las tropas francesas atacaban Cataluña, desde Inglaterra se gestó la idea de responder al ataque enviando una expedición de castigo a las costas del norte de España. La intención original consistía en transportar a unos 5.000 soldados hasta A Coruña y golpear la plaza más fuerte del reino de Galicia, donde los británicos ya habían sufrido una estrepitosa y silenciada derrota en 1589. Pero al final, ante la imposibilidad de reunión de las escuadras implicadas, se optó por atacar Vigo, una presa en teoría más asequible.
"Vigo estaba defendida por la batería de Laxe, una muralla abaluartada con el fuerte de San Sebastián adosado a la parte más elevada del recinto y, dominando todo el conjunto desde un terreno casi inaccesible, el castillo del Castro", explica el investigador Rodrigo García-Muñoz Vaquero en un artículo publicado en la web de la editorial Desperta Ferro. "Aunque las fortificaciones no se encontraban en buen estado, el problema más acuciante del gobernador de la provincia de Tui, el teniente general D. Tomás de los Cobos, marqués de Parga, era la escasez de defensores. En toda su jurisdicción apenas había quinientos soldados regulares, el resto eran milicianos que, aunque voluntariosos, poco podían hacer contra un enemigo bien disciplinado y entrenado".
La flota dirigida por el teniente general sir Richard Temple, vizconde de Cobham, arribó a Vigo el 10 de octubre, comenzando un feroz bombardeo. La ciudad se rindió dos días más tarde y fue saqueada por los invasores, pero los defensores de las diez compañías del Regimiento de Infantería de España se trasladaron al castillo de O Castro, que también fue cañoneado sin cesar con todo tipo de proyectiles disponibles.
Exhaustos por la lluvia de plomo y contabilizando cada jornada más bajas, la guarnición decidió finalmente capitular. El bombardeo se había saldado para los españoles con 66 muertos y 164 heridos, según las fuentes españolas. Los ingleses, por su parte, contaron más de trescientos fallecidos o heridos, admitiendo haber perdido entre sus filas "solo dos oficiales y tres o cuatro hombres". No obstante, los atacantes, que durante el saqueo se incautaron de multitud de armas y municiones y de las reservas de vino, fueron sometidos a un hostigamiento continuo por la población civil que les supuso y continuo goteo de bajas.
A pesar del exitoso ataque, las operaciones del ejército británico no acabaron ahí: marcharon sobre Redondela y Marín, quemando varias casas particulares y edificios públicos, y un millar de hombres al mando del mariscal de campo George Wade tomó Pontevedra tras desembarcar en la ensenada del Ulló. El virrey de Galicia, Guillaume de Melun, marqués de Risbourg, había ordenado a Parga retirarse y cortar en Padrón, si fuese necesario, un supuesto avance inglés hacia Santiago de Compostela. Cobham, sin embargo, decidió embarcar a sus tropas el 7 de noviembre y zarpar de vuelta.
"La operación dejó en Gran Bretaña un regusto agridulce. Aunque había quedado patente la vulnerabilidad de las costas españolas, ni Vigo tenía entidad suficiente como objetivo de prestigio, ni el magro botín obtenido —siete mercantes, un centenar de piezas de artillería inutilizadas en su mayor parte, más de dos mil barriles de pólvora y unos ocho mil mosquetes— compensó el coste de la operación", explica García-Muñoz Vaquero. Asegurando que "sacrificaba sus intereses al reposo de Europa", Felipe V, aislado e indefenso, accedió el 26 de enero de 1720 a las pretensiones de la Cuádruple Alianza y firmó la paz.