A principios de la década de 1730, Francia y Gran Bretaña se encontraban en un frágil periodo de relativa paz que no tardaría mucho en saltar por los aires. El gran pulso entre ambas naciones se desarrollaba entonces en el plano científico, encabezado respectivamente por la Real Academia de las Ciencias de París y la Royal Society de Londres. Desde ambas instituciones se esgrimían teorías opuestas sobre la forma de la Tierra: si los franceses defendían el tradicional modelo de Descartes que implicaba que el planeta se alargaba hacia los polos como un huevo, los ingleses apoyaban las ideas más recientes desarrolladas por Newton, que sugerían que la rotación de la Tierra causaba su abultamiento en el ecuador y el aplanamiento de los polos, como una bola de pan que una mano gigante hubiera presionado desde arriba.
El acalorado debate tenía más implicaciones políticas y militares de las que a priori podría parecer: la nación que pudiera localizar la posición de sus barcos en el mar con precisión sería capaz de controlar un imperio. Por eso el ministro galo de Marina y de las Colonias vio con buenos ojos organizar una expedición científica para medir un grado de latitud en el ecuador. El único lugar accesible para ello era Perú, la principal fuente de riqueza de la Monarquía Hispánica, aliada de Francia gracias a los pactos de Familia entre los Borbones.
Ese fue el embrión de la Misión Geodésica al Ecuador, la primera expedición científica internacional de la historia. Programada para completarse en tres años, se extendió durante una década (1735-1744) entre rompecabezas astronómicos, tensiones políticas, disputas entre los propios miembros del proyecto, conflictos con la población nativa y numerosas vicisitudes. La primera crónica completa de esta sobresaliente aventura la presenta Larrie D. Ferreiro, doctor en Historia de la Ciencia y Tecnología en el Imperial College de Londres, en La medida de la Tierra (Desperta Ferro).
El libro del también autor de Hermanos de armas (publicado por la misma editorial en 2019), extraordinaria radiografía sobre la ayuda brindada por España y Francia para que Estados Unidos lograse su independencia, es un apasionante relato que combina el impulso científico con los problemas y desafíos humanos a los que debieron de hacer frente sus protagonistas. También una realista reconstrucción de la sociedad de la época, sobre todo de la América virreinal española.
El papel de España no solo consistió en abrir sus territorios a los científicos franceses, sino que en la expedición participaron dos marinos ilustrados: Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que además de cartografiar con precisión y excelencia los territorios de ultramar trazaron un singular diario que sería una crónica de la opresión de los indios y la corrupción de los funcionarios. Incluso participaron en el refuerzo de las defensas costeras de Cartagena de Indias tras el ataque sufrido por la ciudad en 1741 a cargo del almirante británico Edward Vernon.
Los dos brillantes oficiales, formados en astronomía, navegación, topografía y construcción naval —Jorge Juan, de hecho, desarrolló un revolucionario sistema de construcción de navíos—, actuaron como el aglutinante de las distintas facciones galas enfrentadas que lideraban la expedición: el persuasivo e irresponsable jefe Louis Godin, que trataba a sus hombres con desprecio, pisoteaba la diplomacia y gastaba los fondos de la expedición en sus propios caprichos, incluido un enorme diamante para su amante; el rico soldado Charles-Marie de La Condamine, movido más por las ansias de aventura que de conocimiento; o el prodigioso Pierre Bouguer, enfrentado al final con su anterior compatriota por definir quién debía reclamar el éxito de la misión.
La expedición logró desvelar la verdadera medida de la Tierra y obtuvo gran difusión en el siglo XVIII —pese a caer en el olvido en las centurias posteriores—. Además abrió una nueva ventana desde la que Europa pasó a contemplar el Nuevo Mundo: "La misión geodésica fue crucial para cambiar la visión europea de Sudamérica, de una región productora de plata a otra cuya riqueza se medía en sus tierras y sus gentes. Al mismo tiempo, ayudó a abrir los ojos de los sudamericanos a su carácter distintivo, allanando el camino para los movimientos independentistas que surgieron años después", explica el historiador.
Los científicos pasaron siete años en Ecuador midiendo la línea de base en la polvorienta meseta de Yaruquí, a casi 20 kilómetros de Quito, y subiendo y bajando por los Andes,
atravesando lo que Humboldt llamó más tarde la "Avenida de los Volcanes". Los magníficos paisajes escondían peligros de frío extremo, viento, terremotos,
lluvias torrenciales e inundaciones, además del mal de altura, la malaria y las epidemias anuales de fiebre amarilla, difteria y viruela. No fueron los únicos problemas a los que se enfrentó la expedición: hubo tropiezos y hostilidades diplomáticas, un cirujano ejecutado por una turba de nativos en venganza de sus tonteos con una mujer e incluso científicos que nunca regresaron a Europa.
"La Misión Geodésica al Ecuador fue, junto con la Misión Geodésica al Círculo Polar Ártico [conducida por otro francés casi al mismo tiempo], un hito decisivo en el avance de la Ilustración. Juntas ampliaron el marco científico desde la escala nacional a la global, coordinando de forma deliberada la obtención de datos en partes del globo extremadamente distanciadas y analizándolos para proporcionar una medición completa del planeta", sentencia Ferreiro. Ambas expediciones enseñaron a las naciones "cómo cooperar a lo largo de distancias enormes con el fin de obtener el alto grado de conocimiento y precisión que la navegación requería en un mundo cada vez más interconectado".