En el siglo VIII d.C., entre una ermita y un pequeño monasterio godo, aún podían verse las ruinas de lo que fue una gran ciudad romana en el cerro de 820 metros de altura rodeado por un meandro del río Guadiela, en el actual municipio conquense de Cañaveruelas. Allí, en los albores de al-Ándalus, las fuentes mencionan una ocupación bereber llamada Santabariya, arabización de "Celtiberia". Cuando el rey de Castilla Alfonso VIII conquistó Cuenca en el año 1177, hacía tiempo que el cerro donde se asentó la urbe de Ercávica era un erial devorado por el olvido. 

Levantada a finales del siglo I a.C., comunicada mediante una calzada con Segóbriga y Segontia, la ciudad era un perfecto modelo de urbanismo romano de cerca de 20 hectáreas y rompe el mito de una romanización tardía en la región. Roma les había hechizado y además les había concedido el privilegio de regirse por el derecho latino. Allí donde se cruzaban su cardo y su decumano, ajetreados magistrados adscritos a la tribu Galeria recorrieron su foro de 3.360 metros cuadrados, que está excavado en su totalidad.

Flanqueado por bulliciosas tabernae donde mercaderes compraban y vendían sus productos, el foro de Ercávica estaba rodeado de pórticos y criptopórticos cuajados de columnas. En la curia, presidiendo la zona, los funcionarios manejaban la administración y el papeleo de su entorno. La investigación arqueológica del corazón político de la civitas descubrió varias estatuas de mármol dedicadas a miembros de la familia imperial labradas en la misma península Itálica. Al filo del cambio de era, el emperador Augusto les permitió acuñar monedas y les promocionó a la categoría de municipio romano. Asimilados por la Urbs, pocos recordaban cuando las caligae de las legiones azotaron Celtiberia en el siglo II a.C.

Basílica del foro. Consejería de Educación, Cultura y Deportes de Castilla-La Mancha

Las águilas de Graco

El pretor Tiberio Sempronio Graco, el padre de los tribunos de la plebe que sacudieron Roma, marchó como un trueno por la región hasta que se plantó ante el castro de la Ercávica indígena, ubicada 7 kilómetros al noreste del cerro de la ciudad romana siguiendo el río. Tito Livio la definió como "poderosa y noble" y narró cómo en el año 179 a.C. sus habitantes quedaron impresionados por la habilidad del pretor que ya había arrasado y devastado numerosos ejércitos y ciudades.

Tras un breve asedio se rindieron de forma incondicional, pero en cuanto el romano regresó a sus bases se rebelaron de nuevo junto a varias tribus. Fueron aplastados. Es previsible que muchos de sus guerreros luchasen en la carnicería de Mons Chaunus, una montaña sagrada de localización incierta donde Livio, seguramente exagerando, relató la muerte de 22.000 guerreros. De una forma u otra, tras la brutal represión, Ercávica cambió de ubicación a finales del siglo I a.C. al actual yacimiento y no volvió a rebelarse ante Roma.

Busto de mármol de Lucio César, nieto de Augusto, encontrado en el foro. Wikimedia Commons

"En esta primera etapa un contingente de inmigración latino-itálica debió de tener un indiscutible protagonismo en la organización de la ciudad conforme a los cánones romanos. Carecemos de información específica sobre la dimensión y procedencia de este grupo de inmigrantes que, no obstante, y aun cuando representaran un porcentaje exiguo del conjunto de la comunidad, desempeñaría un papel de vital importancia en los inicios de la ciudad y en su paulatina consolidación", explica Rebeca Rubio Rivera, profesora titular de Historia en la Universidad de Castilla-La Mancha, en su estudio sobre los orígenes de Ercávica publicado en la revista especializada Vínculos de Historia.

A un nivel defensivo y propagandístico levantaron una gran muralla de 2,8 kilómetros que rodeó toda la ciudad. Contaba con tres grandes puertas monumentales de sillares de piedra que simbolizaban el poder de Roma al sur, oeste y este, con la curiosidad de que en está última también se ha documentado una letrina colectiva de uso público.

Fotografía aérea de las domus. Consejería de Educación, Cultura y Deportes de Castilla-La Mancha

El médico y el cementerio

La élite latina que llegó a la zona sería con toda seguridad la que vivió en sus cuatro grandes y ricas domus documentadas al sur del foro. Distribuían sus habitaciones en torno a un patio porticado y, aunque apenas se puede ver en la actualidad, sus estancias y pasillos estuvieron decorados con lujosos mosaicos y pinturas murales.

Una de ellas, cuyo peristilo y tejado está reconstruido, cuenta además con un impluvium [estanque para almacenar agua de lluvia]. Recibe el nombre de Casa del Médico al documentarse varias herramientas quirúrgicas y un anillo con símbolos de los seguidores de Esculapio, el dios de la medicina y la sanación.

Necrópolis de la ermita de Ercávica. Consejería de Educación, Cultura y Deportes de Castilla-La Mancha

Un poco más al sur, una gran insulae con cisternas y piscinas resultó ser un complejo de termas que ocultaba una enigmática estructura subterránea interpretada como saunas. Al calor del vapor, los habitantes murmuraron en su interior inquietantes noticias durante el siglo III d.C.  hasta que los baños se quedaron sin mantenimiento. El Imperio convulsionaba sacudido por la inflación, crisis monetarias, constantes golpes de estado, usurpadores e infernales guerras civiles. Esta coyuntura golpeó de forma inclemente a la civitas.

Las ruinas de los edificios monumentales fueron usadas como cantera, aunque en su foro desolado los últimos magistrados aún tuvieron tiempo de dedicar una inscripción al hijo del emperador Galieno (253-268), si bien ya en el siglo V aquello no era más que un cementerio donde aún vivía gente. 

Cuando el ejército islámico del caudillo Tariq acabó con el reino visigodo de Toledo, en aquel cerro despoblado solo quedaba un pequeño monasterio en sus laderas y una ermita rodeada por una necrópolis de 50 tumbas. En varios Concilios godos participaron vicarios y obispos de la zona que, abandonada la ciudad terrenal, se convirtió en una celestial hasta que en el siglo IX d.C. Sebastián, su último obispo, decidió abandonar por completo aquel cementerio y buscar refugio en las nevadas cumbres del reino de Asturias fundado por el enigmático don Pelayo