Diego de Almagro el Mozo, que había jurado vengar la muerte de su padre, se defendió ante los tribunales afirmando que el crimen ocurrió por voluntad divina pues "no hubo hombre, viéndolo en mitad del día, que echase mano a espada para ayuda suya". Sus más fieles seguidores, vestidos con harapos y muertos de hambre, entraron en tromba en casa de Francisco Pizarro y lo cosieron a puñaladas el 26 de junio de 1541. En la Ciudad de los Reyes, hoy día llamada Lima, todos sabían que aquello iba a ocurrir, pero nadie hizo nada para evitarlo.
Diego de Almagro el Viejo fue degollado en 1538 tras una cruel guerra civil que le enfrentó con su socio trujillano. El eterno derrotado no había llegado a tiempo para repartirse el millonario rescate del inca Atahualpa y los huesos de muchos de sus hombres relucieron blanqueados por el implacable sol de Atacama de aquella vez que intentó conquistar Chile. Terminada la brutal y cainita confrontación entre socios, Carlos V envió a las Indias al juez Cristóbal Vaca de Castro para poner orden y mediar en los conflictos de las viejas tierras del Inca.
Todos esperaban con ansia a aquel juez, aunque unos más que otros. Mientras esperaban a la justicia, los almagristas malvivían. Les llamaban los Caballeros de la Capa, pues de tan pobres que eran solo tenían una y la compartían. Sin dinero ni haciendas, se mantenían con lo que ganaban a los naipes. Despreciaban la limosna que intentó hacerles llegar el gobernador ,pero los pizarristas, "aunque les veían morir de hambre, no les ayudaban con cosa ninguna", narró una crónica. Como en las grandes tragedias de la Antigua Grecia, hasta el cielo envió señales de que la obra no había terminado.
Eclipses e indios
Como explica Francisco Cillán Cillán, miembro de la Real Asociación de Cronistas Oficiales y autor del estudio La muerte de Pizarro descrita por varios cronistas, publicado en el Volumen XLVI de Coloquios Históricos de Extremadura, los escritos de Juan de Cierza indican que días antes del asesinato del marqués de la Conquista hubo un eclipse. La luna apenas brilló en la noche de Indias, teñida como estaba de un rojo violento con notas negras como la muerte.
Otro día, los almagristas ataron tres sogas a la picota apuntando a las casas de Francisco Pizarro, del alcalde Juan Vázquez y hacia el secretario Antonio Picado. El marqués de la Conquista no tomó represalias ante la amenaza ya que "harta mala ventura tenían viéndose pobres y vencidos y corridos", zanjó.
El juez no terminaba de llegar y, para desesperar aún más a los también conocidos como "rotos de Chile" por su desastrosa expedición, circularon rumores afirmando que su nave había naufragado o que había sido sobornado. Los silenciosos indígenas murmuraban aterrorizados. El miedo golpeaba los mercados, corría libre por las calles y las criadas comentaban a sus amos que "se acercaba el día final del marqués, el cual había de ser por los de Chile muerto". Este desdeñaba tales rumores. Cosas de indios, respondió.
La misma noche antes del pregonado crimen, el sacerdote Alonso Enao corrió hacia la casa del secretario Picado avisando de que iban a acabar con Pizarro. Uno de los amotinados, Juan de Herrada, ayo de Almagro el Mozo, se lo había desvelado en confesión. "Ese clérigo, obispado quiere", rezongó el marqués avisado por su secretario. Su exceso de confianza y pasividad espolearon a los conjurados que, como los hermanos Vicario de Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, parece que hicieron lo posible para que se les tomase en serio, con la diferencia que la víctima no podía estar más avisada.
Lucha desesperada
El domingo 26 de junio de 1541, como un día cualquiera en la Ciudad de los Reyes, "los rotos de Chile" se pusieron a dar voces en la plaza: "¡Muerte al tirano!". Visto que nadie les tomaba en serio se dirigieron a su palacio mientras los viandantes se apartaban ante la pequeña, andrajosa y desesperada turba. Alguien podría haber avisado, pero no lo hizo.
Aporrearon la puerta y les abrió Francisco de Chávez, lugarteniente de Pizarro que mantenía buena relación con los almagristas. Intentó dialogar, pero una cuchillada le cortó la respiración. Nadie terminaba de salir de su asombro y los asaltantes seguían hechizados. No tenían plan alguno. Algunos pajes de palacio y personas notables saltaron por la ventana: no querían tener nada que ver con la masacre que se avecinaba.
El anciano conquistador luchó como un toro. Juan de Herrada, líder de la turba, agarró a uno de los suyos, un tal Narváez, y lo arrojó a la espada de Pizarro para distraerle. Murió ensartado, pero el ardid surtió efecto. Cayeron sobre el anciano como bestias, hasta que con más de 6 o 7 estocadas parece que pidió confesión. "Al infierno, al infierno os iréis a confesar", contestó uno de los conjurados. Con sus últimos suspiros, boqueando como un pez, grabó una cruz en el suelo con sus heridas abiertas y la besó mientras estallaban una pieza de cerámica en su cabeza.
"¡Oh, día dichoso y de grande felicidad, y cómo todos han de conocer que Almagro fue digno de tener tales amigos, pues tan bien supieron vengar su muerte en el cruel tirano que fue causa de ello!", se jactó Juan de Herrada. Poco después huyeron ante una muchedumbre alarmada que ya no podía hacer nada por aquel hombre que murió acuchillado junto a varios pajes, asaltantes y lugartenientes.
La anarquía volvió a sacudir el infinito país de las cumbres andinas. Como en las proscripciones de la vieja Roma, Diego Almagro el Mozo, que no había participado en el crimen, comenzó a perseguir a los pizarristas y confiscar las propiedades de aquella estirpe maldita a la que odiaba. Hernando Pizarro, enviado por Francisco a España para aclarar la conquista de Perú, estaba preso en un viejo castillo. Su otro hermano, Gonzalo, se le creía muerto en las junglas del Amazonas, donde había sido abandonado por Francisco de Orellana en su búsqueda del país de la Canela. Era el dueño de Perú, pero la Corona no iba a tolerar tanta violenia sin su consentimiento. Un año después, el Mozo sería decapitado en la misma picota de Cuzco donde degollaron a su padre.