Uno de los primeros éxitos de la Oficina de Inteligencia Naval de Estados Unidos, su primer servicio de espionaje moderno e instruido, consistió en reclutar a un oficial español destinado en la División de Operaciones de la Armada y a su mujer. El marino, que tenía acceso a información privilegiada por su posición, filtró valiosos informes sobre los buques de guerra y el estado en el que se encontraban. Pero también envió un detallado dosier sobre las defensas costeras y portuarias de las islas Canarias, un territorio que en aquel momento, en el prólogo de la guerra hispano-estadounidense de 1898, Washington valoraba invadir.
Theodore Roosevelt, entonces subsecretario de la Armada, fue el primero en presentar al Gobierno un plan de operaciones que consistía en organizar una escuadra volante compuesta por cuatro cruceros rápidos —dos acorazados y dos destructores— y hostigar las costas enemigas. A finales de 1896, un plan de acción contemplaba que mientras se organizaba la invasión de Cuba, la escuadra del Pacífico debía dirigirse al estrecho de Gibraltar para unirse a la flotilla atlántica, ocupar una base en el archipiélago canario y desde allí atacar a la Marina española y boicotear el tráfico mercante. A pesar del rechazo que generó entre los expertos, el futuro presidente insistió en bombardear las orillas españolas antes de lanzarse a las Antillas.
Las islas Canarias, con su envidiable posición estratégica, habían sido atacadas las centurias anteriores por piratas, corsarios y flotas de naciones enemigas. A finales del siglo XIX, el archipiélago estaba protegido por una tropa bisoña, poco entrenada y escasa con falta de provisiones y recursos —las piezas de artillería eran de hierro o bronce, no de acero, como era común en el resto de Europa— y un sistema defensivo anticuado, con pocas baterías y de baja calidad, concentradas principalmente en Tenerife y Las Palmas, que solo se intentó mejorar gracias a unas instituciones civiles en quiebra.
Un ejemplo paradigmático lo ofrece Santa Cruz de la Palma: el puerto, que había antaño había presumido de contar con nueve baterías bien artilladas, debía defender un territorio de 700 kilómetros cuadrados y 50.000 habitantes con dos compañías del Regimiento Luchana (221 soldados) y un destacamento de 21 artilleros con 4 cañones de campaña de 90 mm. Si bien las iniciativas para proteger Canarias se pusieron en marcha un mes antes del estallido de la guerra, el panorama seguía siendo poco halagüeño. Un telegrama emitido el 13 de mayo, con el conflicto ya en marcha, lamentaba que de 884 fusileros que formaban la unidad, solo había 773 fusiles disponibles.
La única esperanza para frenar la invasión, de producirse, parecía residir en la tradicional resistencia numantina. O al menos eso es lo que parecía transmitir el alcalde de Las Palmas en una intervención dirigida a sus vecinos: "Ante la amenaza de un insidioso ataque por parte de los pérfidos enemigos de España, es deber ineludible poner en juego todas nuestras actividades y energías para sostener enhiesta la gloriosa enseña nacional y defender palmo a palmo, si preciso fuere este pedazo de tierra bendita donde descansan las cenizas de nuestros mayores...".
Acuerdo de paz
Según recoge el historiador Amós Farrujia Coello en un estudio sobre estos hechos publicado en la Revista de Historia Canaria, el ministro de la Guerra llegó a avisar al capitán general de Canarias de que dos buques que los estadounidenses habían comprado a los británicos habían salido de Inglaterra a principios de abril con rumbo Cádiz o el archipiélago. "Aunque seguramente no habrán de intentar acto alguno agresivo en tanto no se rompan las hostilidades convendrá vigilarlos y estar prevenidos contra ellos si llegan a presentarse".
Una de las voces más señeras de la Marina española en reclamar la urgente mejora de las defensas de Canarias fue el almirante Pascual Cervera y Topete. Debido a la superioridad naval de Estados Unidos, creía que podían utilizar las islas como base de operaciones contra la Península Ibérica. "Bajo las presentes circunstancias, ¿esta flota debería ir a América o por el contrario debería proteger nuestras costas y las Canarias en previsión de cualquier contingencia?", se preguntaba al recibir la orden de defender Puerto Rico.
El Gobierno español destinó a Canarias una fuerza de choque al mando del general Segura y el capitán general declaró el estado de guerra en todas las islas, pero a finales del mes de julio las palabras del presidente William McKinley acabaron con los temores: el archipiélago no sería invadido. Además, la operación chocaba con los postulados esenciales de la famosa doctrina Monroe de "América para los americanos", de que los estadounidenses no tolerarían una intervención europea en su continente.
"Los intereses norteamericanos en el Atlántico Oriental tenían una dimensión ínfima y el gran capital de la República norteamericana desconocía casi todo sobre las islas", analiza Farrujia Coello, doctor en Historia por la Universidad de La Laguna. "Difícilmente se puede creer que esta nación pensase en serio invadir unas islas ajenas a sus intereses inmediatos cuando sólo ocho años antes habían completado su expansión interior. No se atreverían a una injerencia en la periferia de Europa sin que Gran Bretaña, Francia o Alemania reaccionasen".
Tras la derrota en la batalla naval de Santiago de Cuba, el Gobierno de Madrid pidió la paz a EEUU. El Tratado de París, firmado el 10 de diciembre de 1898, dio por terminada la guerra hispano-estadounidense y las islas Canarias siguieron bajo dominio español. Y eso que durante las negociaciones había sobrevolado la posibilidad de que España perdiese parte del archipiélago o algunas plazas del norte de África, como Ceuta, si se resistía a las condiciones impuestas.