El musulmán que se coló en la base de los Reyes Católicos para matarlos pero se equivocó de tienda
Un derviche con fama de santo se infiltró en el campamento cristiano durante el asedio de Málaga en 1487. Quería evitar el fin de al-Ándalus.
11 julio, 2024 20:09En la campaña de 1487, un poderoso ejército formado por caballeros y peones guipuzcoanos, vizcaínos, cántabros, asturianos y castellanos reunidos por Fernando I de Aragón avanzó bajo el sol de al-Ándalus. Atravesaron desfiladeros, estrechos pasos en mal estado y caminos destrozados hasta que tras conquistar Vélez-Málaga, nudo umbilical con la Alhambra, se presentaron ante las potentes defensas de Málaga, cuyo puerto comunicaba a los nazaríes con el norte de África.
Decenas de galeras, carracas, naos y fustas de toda la Península Ibérica, especialmente de Aragón, patrullaron las aguas del estrecho, llevaron pertrechos y bloquearon las costas de la ciudad sitiada. Sin esperanzas de socorro, el asedio fue especialmente encarnizado. Desde la plaza no se limitaron a aguantar tras sus muros y esperar y lanzaron veloces algaradas y asaltos sobre las posiciones cristianas.
Especialmente temibles eran los jinetes gomeres venidos de las ardientes costas de África, "gente inhumana", según el cronista Hernando del Pulgar; "hombres feroces y refractarios a todo sentimiento razonable o de humanidad", añadió Alonso de Palencia. Tras cinco años de guerra en el reino de Granada, sacudido por la guerra civil, cada vez era más evidente que los cristianos dominaban la situación. En aquel brutal toma y daca, Ibrahim el Guerbi, un "moro santo", tramó un arriesgado plan para salvar al-Ándalus. Logró infiltrarse en el campamento cristiano y pedir una entrevista con los Reyes Católicos. Conducido a una rica tienda, desenvainó su puñal dispuesto a entrar en los libros de Historia.
Fuego y metal
En aquel campamento olía a pez, azufre y pólvora. Francisco Ramírez de Madrid, capitán de artillería, golpeaba con furia las murallas de Málaga con sus espantosas máquinas. Al filo del cambio de era, aquellas armas ganaban cada vez más peso en los campos de batalla. Inexpugnables murallas en las que las huestes de Castilla se habían estrellado décadas antes caían en apenas un par de días despedazadas por lombardas, cerbatanas de fuego y espingardas.
Sus truenos causaban espanto entre defensores y atacantes. Las armas más gruesas lanzaban pelotas de hierro y grandes piedras contra los lienzos de Málaga. Las más ligeras podían escupir proyectiles incendiarios sobre la ciudad. "Poniéndoles fuego echan por todas partes centellas e llamas espantosas e quemando todo cuanto alcanzan", narró una crónica sobre aquellas armas que no discriminaban y que "mataban los homes e mujeres e niños e derribaban las casas".
La artillería de pólvora no era nueva, pero hasta ese momento, pasados cinco años del incio de la guerra que puso fin a la Reconquista, no se habían usado de forma tan sistemática y numerosa. En la ciudad sitiada, escasa de armas de fuego, los feroces gomeres intentaron en más de una ocasión acercarse a las casamatas y despedazar con sus cimitarras y gumías a los hombres de Ramírez de Madrid, marido de Beatriz Galindo, más conocida como "la Latina".
Frente a tecnología, logística y la pólvora, Ibrahim el Guerbi, el hombre que soñaba con acabar con los Reyes Católicos, prefería usar el filo de su daga oculta en sus ropajes. Al fin y al cabo, David venció a Goliath con mucho menos. El 20 de junio de 1487, tras un mes de asedio y bombardeo, llevó adelante su plan.
El hombre que veía el futuro
El Guerbi era un derviche de origen tunecino conocido en el reino de Granada por su extrema piedad y frecuentes ayunos con los que ganó fama de santón. Decían que el místico, muy delgado, tenía el don de la profecía. En 1487 reunió a 400 fieles en Guadix y les exhortó a defender Málaga. Aprovechando las sombras de la noche, la mitad de su fanática hueste logró llegar a la ciudad y atravesar el cerco cristiano.
Ibrahim, en su lugar, se sentó en una piedra del centro del campamento enemigo y se puso a meditar hasta que al amanecer fue apresado por los guardias. Abochornado por aquel gran fallo en la seguridad del ejército, el mismo Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, le interrogó y pronto quedó hechizado. Había algo en su voz, en sus gestos y en su mirada. Terminó convencido de que aquel místico saco de huesos podía ver el futuro. Le dijo que conocía cuándo iba a caer la ciudad de Málaga, pero que aquel secreto solo podían conocerlo sus soberanos.
Fernando se encontraba durmiendo y la reina Isabel se negó a recibirle sin su esposo. A la espera de la entrevista, trasladaron al santón a la tienda de Beatriz de Bobadilla, marquesa Moya, que jugaba a juegos de mesa. Al santón se le iluminó la mirada. La estancia estaba finamente decorada y sus ocupantes vestían ricas prendas. Dispuesto a poner fin a la guerra sacó su daga que mantenía oculta en sus ropas y apuñaló a don Álvaro de Portugal confundiéndole con el rey Católico.
Luego se dirigió a la marquesa de Moya, a la que confundió con Isabel. La guardia, alertada por el griterío, intervino y acabó con él. "Lo hicieron pedazos", narró una crónica. Murió pensando que había acabo con Fernando de Aragón. Poco se sabe de aquel asceta y su atentado más allá de que su planificación y ejecución recuerdan bastante a los realizados por la secta ismailí en Próximo Oriente que aterrorizó a sus rivales cristianos y musulmanes durante las cruzadas por sus asesinatos selectivos.
"En el ismailismo el crimen tenía un carácter ritual, casi sacramental. Los ejecutores usaban armas blancas, preferentemente dagas en vez de veneno o proyectiles. Tenían que acercarse a sus objetivos y eran atrapados casi siempre porque no intentaban escapar. Antes de cometer sus crímenes se ganaban la confianza de las víctimas", explica José Enrique López de Coca Castañer, medievalista y catedrático emérito de la Universidad de Málaga, en su obra Historia de un magnicidio frustrado (UMA Editorial).
El fanático, ismailí o no, falló en su acción. Álvaro de Portugal se recuperó de sus heridas y el maltratado cuerpo del atacante suicida fue lanzado en catapulta sobre Málaga. La ciudad respondió degollando a uno o dos cautivos cristianos y enviándolos en un mulo hacia el campamento rival.
Con el paso de los días, las semanas y los meses, Ramírez de Madrid abrió una brecha en la ciudad hambrienta. Fernando exigió su rendición sin condiciones. Los más fanáticos defensores, puesto que la artillería caía inclemente y arrasaba la ciudad, casi que preferían incendiarla ellos mismos y morir peleando. Nada de eso ocurrió y el 18 de agosto Málaga se rindió. Asfixiada y rodeada, la Granada del rey Boabdil aún resistiría otros cinco años más de lucha desesperada.