Enrique II de Castilla no cabía en sí de gozo. Sin saberlo, acababa de poner la primera piedra de un dominio hispano en el canal de la Mancha que se extendería hasta el desastre de la Armada Invencible de Felipe II, aquella que en 1588 pretendía invadir Inglaterra y terminó luchando contra los elementos. Pero en el verano de 1372, al soberano castellano se le iluminó la mirada. Sus informes hablaban de una gran escabechina frente a las costas de La Rochelle. Su almirante, Ambrosio de Bocanegra, de origen genovés, desembarcó orgulloso en el puerto de Santander y marchó a Burgos a presentarle su botín. 

Eduardo III, monarca inglés, mantuvo muchas reuniones bastante tensas con sus consejeros y notables. Había perdido la iniciativa en aquella Guerra de los Cien Años y sus sueños de dominar los mares se hicieron añicos. La flota enviada a Aquitania y Guyena comandada por John Hastings, conde de Pembroke, era un amasijo de maderas chamuscadas. Había perdido 36 naos, 14 transportes y 12.000 libras de oro, los caudales para sostener al ejército.

"Fue una batalla que cambió una época. La capacidad ofensiva de Inglaterra quedó aniquilada. Hasta el momento la guerra se había librado en Francia, pero tras la derrota llegó a las costas del sur de la isla de Gran Bretaña. Hay casos de importantes corsarios castellanos que llegaron a remontar el Támesis y saquear las cercanías de Londres", explicaba Jorge Rosales Pulido, facultativo de archivos en el Museo Naval, en una conferencia sobre el combate naval de La Rochelle celebrada en la misma institución.

Miniatura de una batalla naval del siglo XIV. Wikimedia Commons

A las puertas de Londres

En 1380 las naves del almirante Fernando Sánchez de Tovar se quedaron a las puertas de Londres, donde cundió el pánico. Aunque soñaron con saquearla, sus fuerzas eran insuficientes. Ahítos de botín y muerte, su flota se contentó con incendiar y arrasar Gravesend, unos de los puertos de Londres en el estuario del Támesis, a 32 kilómetros de la capital. 

Sanchez de Tovar desde entonces centró sus esfuerzos en Portugal, reino en crisis dinástica y que Juan I, sucesor de Enrique II de Castilla, anhelaba. Bloqueó una Lisboa bajo asedio, pero en lugar de flechas y espadas fueron las fiebres y bubones de la peste negra las que acabaron con él y obligaron a levantar el sitio en 1383. Años más tarde, sería el corsario gallego Pero Niño el que se quedó a las puertas de Londres cuando el invierno le impidió intentar cualquier asalto de su pequeña flotilla tras pasar varias temporadas sembrando el terror en Inglaterra. 

Mapa de Londres y su entorno hacia el siglo XV. Wikimedia Commons

"El rey del Mar"

Los reinos cristianos de la Península Ibérica hacía tiempo que estaban dentro del caos geopolítico de la Guerra de los Cien Años. Los reinos, familias y contactos comerciales se enmarañaban entre usurpadores y guerras civiles en las que Inglaterra y Francia mandaban a sus mercenarios. En cuanto al control del canal de la Mancha, en 1350 Eduardo III de Inglaterra se había hecho titular como "rey del Mar" por degollar a una flota lanera castellana que regresaba de Flandes hacia el Cantábrico. Tras La Rochelle, se tuvo que tragar aquel título. 

El 21 de junio de 1372, Castilla era aliada de la Francia de Carlos V en su ofensiva sobre Aquitania y Guyena. El almirante inglés John Hastings, conde de Pembroke, tenía que enviar refuerzos a La Rochelle y solo tenía ante sí no más de 20 galeras castellanas al mando de Ambrosio Bocanegra, que en un principio eludió el combate.

Miniatura francesa de la batalla de La Rochelle en el siglo XIV. Wikimedia Commons

Se burlaron y se rieron de él incapaces de ver el ardid. Tachado de cobarde, el genovés aguardó a que cambiasen las mareas. Los dirigió a una zona con bancos de arena y al día siguiente, cuando bajó la marea, toda la flota inglesa quedó atascada e inmovilizada. Cargada de caballos, pertrechos y guerreros, las naos se convirtieron en auténticos castillos sobre los que llovió fuego, hierro y azufre.

Las galeras protegidas por ballesteros, caballeros y peones resguardados bajo pavesas se acercaron como perros de presa. Sus brulotes achicharraron embarcaciones sajonas entre gritos de dolor y relinchos angustiosos. Lluvias de saetas, proyectiles de lombardas y culebrinas despedazaron cubiertas, hiriendo y mutilando hasta que los castellanos decidieron arrimarse e iniciar el abordaje.

Espadas, hachas y mazas

"En ese momento comienza una terrible matanza. Los caballeros ingleses estaban armados hasta los dientes, pero no era una flota de combate sino de transporte", relató Rosales Pulido. En medio de aquel maremágnum de gritos de guerra, dolor y muerte, el combate fue espantoso.

Se resolvió a golpes de espada, pica y alabarda. En el espacio angosto se echó mano de mazas y hachas. Las naves que no ardieron cayeron en manos castellanas dejando un reguero de al menos 800 cadáveres. El botín más preciado fue sin duda el de los cautivos, entre ellos cerca de 400 nobles de los que 70 de ellos eran "espuelas doradas", cuyo rescate era tan elevado que muchos ni pudieron pagarlo.

Enviados a Burgos donde aguardaba impaciente el rey Enrique II de Castilla, algunos hacían cálculos sobre lo que costaría su liberación para sus familias y sus arcas personales."Todos estos prisioneros valían su peso en oro, lo que fue un flujo de caudales bastante importante que se sumó al restablecimiento del comercio lanero con Flandes", explicaba el archivero.

El propio Hastings fue intercambiado como un cromo por el rey de Castilla con su aliado Bertrand du Guesclin a cambio de los condados de Soria, Almazán y Atienza. La jugada le salió mal. El mercenario francés se quedó sin las tierras que ganó por apoyar a Enrique II en su guerra civil y nunca terminó de recibir los 130.000 francos de rescate que pidió. El de Pembroke murió en el olvido, lejos de su tierra, como tantos ingleses que vieron el final de sus días en la Península en los siglos posteriores.