Mirando el nuevo paisaje descubierto con ojos cristianos, lo que los conquistadores españoles se encontraron en México fueron unos pueblos paganos que adoraban a ídolos y a deidades que se nutrían del sentimiento de lucha e incurrían en bárbaras prácticas como los sacrificios o el canibalismo. Según el cronista Bernal Díaz del Castillo, los hombres de Hernán Cortés pidieron a los reyes Carlos V y Felipe II el envío de obispos y sacerdotes para implantar su fe en el Nuevo Mundo. De esta forma, llegaron a las tierras americanas dominicos, agustinos, mercedarios, jesuitas o franciscanos. 

Los primeros misioneros de esta última orden religiosa desembarcaron discretamente en México en 1523: eran tres flamencos que acompañaron al caudillo extremeño en su desastrosa expedición a Las Hibueras. Pero la primera gran misión evangelizadora franciscana arribó a Veracruz el 13 de mayo del año siguiente tras zarpar desde Sanlúcar de Barrameda. Conocidos como los "doce apóstoles" y dirigidos por fray Martín de Valencia, Cortés ordenó recibirlos con suma reverencia —con cruces, velas, besándoles las manos y tañendo campanas— para impresionar a los señores indígenas.

Los nativos, según consignó el también franciscano y contemporáneo Jerónimo de Medieta en su Historia eclesiástica indiana, "maravilláronse de verlos con tan desarrapado traje, tan diferente de la bizarría y gallardía que en los soldados españoles antes habían visto. Y decían unos a otros ¿qué hombres son estos tan pobres? ¿qué manera de ropa es ésta que traen? No son éstos como los otros cristianos de Castilla".

'Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos'. Un lienzo de Juan Cordero pintado en 1850. Museo Nacional de Arte de México

Uno de los religiosos, fray Toribio de Benavente, sorprendido por la palabra en náhuatl que repetían los indios, "motolinea", preguntó qué significaba. "Padre, motolinea quiere decir pobre o pobres", le contestaron. Y ese fue entonces el sobrenombre que adoptó uno de los grandes propagandistas del franciscanismo, artífice de una intensa labor de conversión y de escritura —sus textos versaron sobre las costumbres y tradiciones locales de los nativos— en los muchos años que estuvo en Nueva España hasta su muerte en 1569.

Los "doce apóstoles" formaban parte de los reformadores que propugnaban por regresar a la regla primitiva de san Francisco de Asís y a su ideal de pobreza absoluta. Su tarea fundamental en el Nuevo Mundo consistía en evangelizar a los indios y forjar un mundo cristiano ideal. Debían regirse por una instrucción entregada por el cardenal Quiñones: "Porque en esta tierra de la Nueva España, siendo por el demonio y carne vendimiada, Cristo no goza de las almas (...) Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre San Francisco, acordé enviaros a aquellas partes, mandando en virtud de santa obediencia que aceptéis este trabajoso peregrinaje".

Pulso con los conquistadores

Uno de los primeros bautizos que celebraron, con Hernán Cortés de padrino, fue el de Ixtlilxóchitl, tlatoani de Texcoco, una de las principales áreas de influencia de los franciscanos. En otros lugares como Tlaxcala, Huejotzingo o México-Tenochtitlan construyeron conventos y empezaron a predicar con la ayuda de intérpretes. El principal objetivo del proceso de conversión, el primero a gran escala iniciado por los cristianos lejos de Europa, fueron los niños de los jefes y la nobleza indígena.

Además de los citados Martín de Valencia y Toribio de Benavente, el grupo estaba conformado por Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Juan Juárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Andrés de Córdoba, Francisco Jiménez y Juan de Palos. Los dos primeros años, según Motolinía, fueron poco fructíferos en términos de conversión porque los religiosos se ocuparon principalmente de aprender náhuatl. Fue a partir de 1530 cuando la cristianización de México despegó de forma definitiva. Motolinía dice que para 1537 se habían bautizado "nueve millones de ánimas de indios".

"De la conquista de Méjico (Otumba)" Manuel Ramírez Ibáñez 1887 Museo del Prado

"Estos frailes, sin la dura arrogancia de los primeros conquistadores, se ganaron el afecto y la confianza de los indios", explica José María Iraburu en su obra Hechos de los apóstoles de América. "En efecto, los indios veían con admiración el modo de vivir de los frailes: descalzos, con un viejo sayal, durmiendo sobre un petate, comiendo como ellos su tortilla de maíz y chile, viviendo en casas bajas y pobres. Veían también su honestidad, su laboriosidad infatigable, el trato a un tiempo firme y amoroso que tenían con ellos, los trabajos que se tomaban por enseñarles, y también por defenderles de aquellos españoles que les hacían agravios".

Otra tarea no prevista de antemano radicó en mediar en los conflictos entre los indígenas y los conquistadores. Estos últimos, según fray Toribio de Benavente, manifestaron su disconformidad diciendo: "Estos frailes nos destruyen, y quitan que no estemos ricos, y nos quitan que se hagan los indios esclavos; hacen bajar los tributos y defienden a los indios y los favorecen contra nosotros". "Si nosotros no defendiésemos a los indios, ya vosotros no tendríais quién os sirviese -contestaron los misioneros-. Si nosotros los favorecemos, es para conservarlos, y para que tengáis quién os sirva; y en defenderlos y enseñarlos, a vosotros servimos y vuestras conciencias descargamos; porque cuando de ellos os encargasteis, fue con obligación de enseñarlos; y no tenéis otro cuidado sino que os sirvan y os den cuanto tienen o pueden haber".