Cuando el futuro se avistaba brillante, el estallido de la Guerra Civil truncó la carrera de Emilio Herrera Linares. El inventor e ingeniero español era una figura sobresaliente, un científico que soñaba con conquistar la Luna y cuyo empeño le convirtió en uno de los padres de la aeronáutica. Tenía preparado su gran proyecto para dar el salto a la estratosfera, a una dimensión desconocida por el ser humano: un prototipo de traje espacial. Pero el fallido golpe de Estado de julio de 1936 solo fue la primera piedra del olvido al que sería sometida su figura.
Herrera nació en Granada en 1879 en el seno de una familia burguesa. Su pasión por la aviación y la aerostática se nutrió de las novelas de Julio Verne y de observar a su padre, un militar de profesión que organizaba ferias y espectáculos científicos. Atraído por los avances de la ciencia —en una época en la que España se encontraba a la vanguardia, con el submarino de Isaac Peral, el autogiro de Juan de la Cierva, precursor del helicóptero, el funicular de Torres Quevedo o el tren articulado de Alejandro Goicoechea—, cursó la carrera de Ingeniería Aeronáutica en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, especializándose en aerostatos.
Actuó como piloto de pruebas de globos y dirigibles y se convirtió en el primer aviador español en cruzar el estrecho de Gibraltar junto con José Ortiz Echagüe en 1914. Desde entonces, la fama de Herrara no hizo más que crecer: a raíz del Congreso de la Federación Aeronáutica Internacional de Bruselas (1907) se convirtió en el representante permanente español en todos los congresos y organismos internacionales relacionados con la aeronáutica hasta 1939. "En ellos dejó constancia de su rigor, preparación y autoridad intelectual", cuenta Emilio Atienza, biógrafo del científico.
Las décadas de 1920 y 1930, momento culminante del interés universal por la aeronáutica, fueron las de reconocimiento internacional de Herrera. Además de sus aportaciones en los congresos que estudiaban el desarrollo comercial de la aviación, el científico dirigió desde el Laboratorio Aerodinámico de Cuatro Vientos una importante labor de aproximación a los progresos teóricos de la aerodinámica y a sus mayores dificultades.
El granadino estuvo envuelto de una u otra forma en los principales hitos aéreos de aquellos años: propuso crear una línea aérea para el transporte de pasajeros que conectase Europa y América, la Transaérea Colón, y fue invitado, el 11 de octubre de 1928, a participar, como segundo comandante, en el primer vuelo comercial transatlántico de la historia a bordo de la mayor aeronave jamás construida hasta ese momento: el dirigible Graf Zeppelin LZ 127.
Con la llegada de la Segunda República, Herrera, que era monárquico, acompañó a Alfonso XIII en su exilio parisino, pero como militar había jurado lealtad al pueblo español, así que decidió regresar. Fue entonces cuando emprendió su proyecto más ambicioso: elevarse hasta la estratosfera en globo para investigar los secretos que ahí se escondían. Su plan, iniciado en 1933, incluía una ascensión en globo aerostático hasta una altura de 26 kilómetros, una idea tan extraordinaria para la época que centró todos los focos.
Presidente en el exilio
Además de construir una nave capaz de alcanzar semejante altura, el siguiente reto era dar forma a un traje que protegiese al astronauta primitivo de las bajas temperaturas de dicha zona de la atmósfera. Para ello ingenió la escafandra estratonáutica, compuesta de una primera capa de lana que cubría totalmente el cuerpo del cuello a los pies; otra de caucho, impermeable; y la última, de hilos de acero, placas de duraluminio y pliegues para permitir la movilidad. Por último, un casco de aluminio como el de los buzos hacía de protector de la cabeza. El traje espacial —que inspiraría los de la NASA en décadas posteriores— también contaba con respiradores, micrófono o termómetros.
Sin embargo, como señala Emilio Atienza, "la guerra frustró la experiencia cuando tenía todo ultimado y dispuesto para su realización". La sublevación militar sorprendió a Herrera en Santander, en la Universidad Menéndez Pelayo, donde presentaba su proyecto con Augusto Piccard. Él se mantuvo leal a la República. Fue nombrado jefe de los Servicios Técnicos y de Instrucción de las Fuerzas Aéreas, ascendido a general en 1938 y perdió un hijo en el frente de Belchite.
El desenlace de la contienda empujó a Emilio Herrera al exilio, primer en Francia y luego en América. Logró sobrevivir gracias al reconocimiento que se había granjeado en los años de paz, con colaboraciones en prestigiosas publicaciones relacionadas con la aeronáutica. Se dice que su mente brillante hasta suscitó la atención de Hitler, que intentó reclutarle y llevarle a la Alemania nazi para aportar sus conocimientos a los experimentos científicos que allí se estaban realizando. Pero Herrera, que establecería amistad con Albert Einstein —este recomendó a la UNESCO que contratase sus servicios como asesor de física nuclear—, rechazó cualquier oferta.
En los últimos años de su vida, en los que sus hitos fueron cayendo en el olvido —a Franco no le interesaba presumir de un republicano, por mucho que hubiese asombrado a todo el mundo con sus avances y descubrimientos—, siguió ligado a la Segunda República: fue ministro en el exilio y presidente entre 1960 y 1962. Emilio Herrera murió en Ginebra en 1967 a la edad de 88 años.
Como anécdota curiosa, el aviador republicano Antonio García Borrajo desveló en una ocasión que la NASA trató de reclutar a Herrera para contar con sus servicios en la carrera contra los soviéticos por llegar a la Luna. Pero dijo no por un curioso motivo: "Cuando los norteamericanos le ofrecieron a Herrera trabajar para su programa espacial con un cheque sin limitaciones en ceros, él pidió que una bandera española ondeara en la Luna, pero le dijeron que sólo ondearía la de Estados Unidos". Quizá si hubiera visto la rojigualda flotar en el espacio, Franco hubiera cambiado de opinión sobre uno de los grandes científicos de nuestro país.