Cada día sabemos más de una historia apasionante. Hace más de 40.000 años, coincidieron en el tiempo dos linajes diferentes de humanos: neandertales y sapiens. Hablamos de linajes porque ambos dieron lugar a una descendencia común, nosotros mismos.

Hoy sabemos que las personas de ascendencia no africana tienen 1-2% de neandertal en su genoma. Este porcentaje refleja una estimación promedio de su contribución genética al ADN sapiens. Sin embargo, hay estimaciones que elevan ese porcentaje a un 4% al considerar diferentes poblaciones.

En la actualidad, los subsaharianos presentan en torno a un 0.5% de neandertal gracias a retrocruces, fruto de las migraciones de humanos modernos con ADN neandertal de vuelta a África. Por su parte, los indígenas americanos o de Oceanía tienen 1-2%, con algunas diferencias regionales, reflejando la migración temprana de los ancestros asiáticos hacia estas áreas.

Adornos personales pertenecientes a la industria Châtelperroniense hallados en la gruta de Renne (Arcy-sur-Cure, Francia).) Wikimedia Commons

Cultura compartida

La selección natural ha eliminado y retenido diferentes genes neandertales. Aquellos que dan ventaja han sido retenidos en mayor proporción, como ciertos rasgos físicos. También los que favorecen la inmunidad y la mayor capacidad termorreguladora. Otros, en cambio, nos predisponen a ciertas enfermedades como la depresión o la artritis.

La mezcla entre sapiens y neandertales ocurrió en múltiples eventos en distintas regiones de Europa y Asia.

Por un lado, compartieron los mismos hábitats durante miles de años. En épocas de escasez, las migraciones son frecuentes y los grupos menos numerosos, en este caso neandertales, suelen tender a la aceptación de lo diferente. Se trata de mera supervivencia.

Esto no debe sorprender ya que la fisionomía del rostro sapiens debía parecerles 'atractiva' a los neandetales, como explica Juan Luis Arsuaga en El Collar del Neandertal.

Complejo de cuevas de Gorham, Gibraltar, fotografiadas desde el Mediterráneo. Wikimedia Commons

Por otra parte, ambos grupos tendrían capacidad física para el lenguaje. Aunque es difícil de probar, los neandertales podrían haber ostentado alguna forma de comunicación verbal. Es la anatomía de sus cuerdas vocales, el tracto vocal y el tamaño y estructura del cerebro, especialmente en áreas relacionadas con el lenguaje, lo que lleva a esta afirmación. Además de la forma del hioides, como señalan los investigadores de la cueva de Kebara en Israel.

También compartían el conocimiento tecnológico, la industria lítica del Paleolítico medio. Se ha encontrado evidencia de intercambio cultural, como la adaptación de técnicas sapiens por parte de los neandertales. Una de las zonas emblemáticas donde se ha estudiado este fenómeno es la región de Chatelperrón en Francia.

Primer plano de una de las marcas rojas de la cueva de Ardales. Pedro Cantalejo-Duarte

Asimismo, ambos presentaban gran capacidad simbólica. Junto a las representaciones de grafías realizadas por sapiens, tenemos testimonios neandertales, por ejemplo, en la cueva de Gorham (Gibraltar) o en la cueva de Ardales (Málaga).

También los dos grupos empleaban elementos de valor simbólico como adornos personales, peinados, colgantes, el uso del ocre y ofrendas en los enterramientos.

Réplica del cráneo de neandertal encontrado en Shanidar (Irak). Wikimedia Commons

¿Encuentro o encontronazo?

Aunque existen indicios que sugieren conflictos entre neandertales y sapiens, las evidencias son limitadas y sujetas a interpretación. Nos referimos a heridas presentes en fósiles que invitan a pensar que fueron infligidas por humanos. ¿Podemos probar que el atacante fue un sapiens o un neandertal? Lo cierto es que no.

Esto es lo que nos ocurre con restos como el cráneo de Saint-Césaire (Francia), con una fractura en la base relacionada con un fuerte golpe. O con el cráneo de Shanidar 3 (Irak), que presenta una herida punzante en una costilla, posiblemente debida a una flecha o proyectil.

A nivel teórico, podemos proponer diferentes interpretaciones que justificarían el conflicto en función de diferentes evidencias. Por una parte, la menor diversidad genética en neandertales podría apuntar a más conflictos o presiones de supervivencia.

Por otra, la evidencia directa nos dice que debió existir competencia por los recursos, al ocupar los mismos hábitats.

Neandertales de la cueva de Le Moustier según el pincel de Charles Robert Knight en 1920. Wikimedia Commons

Además, las pruebas arqueológicas señalan que las marcas en huesos y la disposición de las herramientas en algunos yacimientos podrían ser indicadoras de conflicto.

Frente a estas teorías, tenemos una realidad: su anatomía no era un impedimento para la relación ni la procreación entre ambos grupos. Y el aspecto físico no parece haber sido una traba.

Amistad en momentos difíciles

Todo ello, más la necesidad de aceptar las situaciones en momentos de escasez, anima a pensar en un encuentro 'amistoso'. De esa 'amistad' sí que tenemos evidencias arqueológicas claras a través del intercambio de herramientas, conchas marinas perforadas y teñidas, así como diferentes materias primas como sílex u obsidiana.

Los hallazgos sugieren que hubo un tipo de comercio directo, migraciones y trasmisión cultural. Y ese intercambio tuvo que ser significativo al incluir transferencia de herramientas, adornos, pigmentos y, seguramente, ideas simbólicas.

Por todo lo expuesto, es prudente pensar que pudo haber 'amor' entre neandertales y sapiens, porque para sobrevivir es fundamental amar a la descendencia. Y el fruto de ese amor somos nosotros mismos.

Cristina de Juana Ortín, arqueóloga, es profesora de la facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). También es miembro del grupo de investigación ART-QUEO, UNIR. Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.