A finales de 1808 un ejército británico se retiraba a marchas forzadas en los viejos caminos zamoranos ante las confusas órdenes de sus superiores. El general sir John Moore y sus casi 30.000 fusileros marchaban inquietos y cuando llegaron a Benavente se pusieron bajo la sombra de su gigantesco castillo. La joya gótica y renacentista de la familia Pimentel llevaba un tiempo en decadencia abandonada por sus dueños.
En las cunetas del camino sacrificaron a las monturas que no podían cabalgar hasta que llegó la orden de huir a Galicia donde les esperaba la Royal Navy. Iniciaban su infernal marcha de la muerte entre la desesperación, el hambre y la nieve. Perseguidos por Napoleón, quemaron los pertrechos que no pudieron llevarse y abandonaron a sus heridos. Primero ingleses y más tarde franceses que les pisaban los talones, se lanzaron sobre el castillo.
Rasgaron telas y tapices; rompieron muebles, artesonados y maderas para hacer hogueras y calentar sus cuerpos de las furias invernales. Una de aquellas hogueras se descontroló y devoró la fortaleza envuelta en pavesas. Tres siglos antes, bajo aquel mismo aliento helado de Zamora que persiguió a los ejércitos extranjeros, Jerónimo Münzer, un viajero alemán del siglo XV, quedó hechizado por el castillo del conde de Benavente. Aquel lugar solo tenía parangón con Sevilla o la Alhambra de Granada: "Jamás vi sobre la tierra castillo semejante a este en subterráneos, cuevas y belleza", relató Münzer.
Entre leones y elefantes
El 30 de diciembre de 1494 llegó a la localidad zamorana donde le recibió Rodrigo Alfonso de Pimentel, IV conde de Benavente que, orgulloso, le enseñó su fastuosa propiedad sobre un cerro que dominaba el valle del Esla y el Órbigo. En su inicio en el siglo XII no era más que un castillo con foso y unas cuantas torres defensivas enclavado en la tensa frontera entre los reinos de León y Castilla.
Bajo sus muros, en 1230 las coronas enfrentadas se fundieron de forma definitiva en la Concordia de Benavente y, al borde de al Edad Moderna, los condes de Pimentel, propietarios desde el siglo XIV, reformaron su marcial estampa para convertirlo en un suntuoso palacio. Hoy solo queda en pie su Torre del de Caracol, una décima parte de lo que fue el castillo. Convertido en Parador Nacional, el desfile de maletas y turistas sustituye a los cantos de juglares que entretuvieron a Münzer, el alemán que quedó asombrado por los leones del conde.
"Su señor es muy aficionado a los animales. Tiene nueve leones, y otros dos y un lobo, que, sin hacerse daño alguno, comían tranquilamente juntos. Vimos entrar hasta ellos a un negro que los acariciaba con las manos, y a quién ellos le hacían muestras de complacencia", relató en sus escritos. Dicha leonera debió estar situada bajo la fachada oriental que miraba al río Órbigo situada sobre un laberinto de sótanos y molinos que movían agua del río.
De vuelta a la superficie, el germano quedó maravillado por los jardines de la condesa y las galerías del palacio. En las jambas de la puerta del salón principal le recibieron dos colmillos de marfil de un desdichado elefante. Su cuerpo disecado se exhibía en la entrada al patio. Un rumor apuntó a que el conde, veterano de la guerra de Granada, temía que aquella bestia fuera un peligro y la hizo matar. El realto que recogió el alemán indica que el paquidermo, acostumbrado a climas más suaves, murió de frío por los rigores invernales.
Un ladrón de guante blanco
Tras el humo de la Guerra de Independencia (1808-1814), el castillo de Benavente ofrecía un aspecto fantasmagórico. Incendiado por las tropas galas apenas quedaba mucho en pie. Richard Ford, hispanista británico, lo visitó en 1830: "Se entra en la ruina por una suave pendiente, pasando bajo un arco entre dos torres se ve un Santiago desfigurado a caballo (...). El interior es una completa ruina".
Pocos años después, en plena guerra carlista, el ayuntamiento estudió un plan para reformarlo ante la cercanía de los absolutistas, pero concluyó que no merecía la pena. El orgulloso gigante estaba siendo despiezado y usado como cantera y depósito de agua.
Aquel viejo emblema del poder nobiliar resistió como pudo la centuria y entró al siglo XX como un conglomerado de piedras. Solo quedaban algunos muros y torres hasta que se interesó por él Arthur Byne, un elegante estadounidense enamorado del arte español muy popular en la alta sociedad del país. Intersado por cuadros, armas, vidrieras, monasterios, iglesias, canecillos, relieves mozárabes y demás reliquias artísticas, el prestigioso hispanista era también un marchante dedicado al expolio y venta de arte fuera de la Península.
Como explica José Miguel Merino de Cáceres, catedrático de Historia de la Arquitectura y Urbanismo en la Universidad Politécnica de Madrid en su artículo Algunos datos sobre el traslado a los Estados Unidos de determiandas piezas arquitectónicas del castillo de Benavente, que Byne vendió más de 700 piezas del castillo en 1929.
Piedras repletas de relieves góticos, increíbles cúpulas, bóvedas, ventanas y vidrieras cruzaron el charco por más de 28.000 dólares. El comprador no era otro que William Randolph Hearst. Aquel millonario empresario que inspiró en 1941 la película Ciudadano Kane de Orson Welles, quería decorar su propio castillo palaciego en California.
Muchas de las piezas benaventanas que cruzaron el charco están ilocalizables a día de hoy y, solo un año después de la venta, el orgullo de los condes de la familia Pimentel fue demolido por orden del ayuntamiento. Solo quedó en pie la Torre del de Caracol, la que menos daño sufrió en su abandono. En su interior se conserva el artesonado ochavado gótico-mudéjar del convento de San Román del Valle y que, como el castillo, sufrió una historia de abandono y expolio y que hoy asombra a los huéspedes del Parador Nacional de Benavente.