Más de 60 quinquerremes y 16.000 legionarios romanos dirigidos por el consul Marco Claudio Marcelo se abalanzaron sobre las murallas de la ciudad griega de Siracusa, en la costa suroriental de Sicilia. Era el año 213 a.C. y la Urbs era incapaz de frenar al ejército de Aníbal que amenazaba con saquear la ciudad de Rómulo en plena segunda guerra púnica. Al sur, sus hombres estaban aterrorizados. El asalto a la polis siracusana fue una masacre y todo por la culpa de un único hombre.
"Ese hombre era Arquímedes, un observador de los cielos y las estrellas sin igual que aún se superaba como inventor y creador de máquinas e instrumentos militares", narró el historiador Tito Livio. A través de sus máquinas, se jactaba de destrozar naves enteras girando la muñeca. Aquel gran matemático griego y afamado ingeniero de los tiranos de Siracusa afirmó en una ocasión: "Dadme una palanca y un punto de apoyo y moveré el mundo".
Observando a sus buques convertidos en montones de astillas humeantes, Marcelo, a pesar de su afición por la ciencia, tardó en asumir el desastre de su ataque. Las naves que conseguían esquivar la lluvia de proyectiles y saetas que disparaban desde las murallas eran alcanzadas por un arma extraña conocida como "el puño de hierro" o "la garra de Arquímedes".
Esta máquina, una especie de grúa, dejaba caer rocas o pesadas bolas de plomo sobre las cubiertas romanas aunque causaba mucho más pánico cuando soltaba su ancla con cadenas. Tras convertir en una masa uniforme de órganos, hierros y madera a quién pillase en medio, el ancla quedaba atascada en el interior de la nave y, gracias a un sistema de poleas, era capaz de levantarla, sacarla del agua y soltarla desde una gran altura para terminar de hundirla. Aquel arma causaba pavor.
"Al final, los romanos se asustaron tanto que, cada vez que veían un trozo de cuerda o un palo de madera que sobresalía un poco de la muralla, '¡Ahí está!', gritaban, ¡Arquímedes está apuntando alguna máquina contra nosotros!'", relató Plutarco. Tal era el pánico que tenían a aquellas armas salidas de la ciencia ficción que Marcelo tuvo que resignarse a rendir la inexpugnable ciudad por hambre a través de un largo y penoso asedio.
El polémico 'rayo de la muerte'
Ante la avalancha romana, el matemático e inventor griego ordenó reforzar las murallas además de posicionar las catapultas, ballistas y escorpiones de tal manera que su rango de tiro cubriese la mayor área posible.
Junto a su temido "gancho de hierro", se le atribuye la creación de unos polémicos "espejos incendiarios", una extraña máquina que reflejaba la luz solar hacia los barcos romanos hasta hacerlos arder. Sin embargo, este último 'rayo aniquilador' es bastante discutido entre historiadores y arqueólogos.
Esta extraña arma fue mencionada por el bizantino Antemo de Tales, uno de los diseñadores de la basílica de Santa Sofía, levantada en el siglo VI d.C después de que una rebelión de los hinchas de las carreras arrasase Constantinopla en la Edad Media. Es decir, más de 800 años después de los hechos.
"Es sospechoso que ni Polibio (Historias 8.3-7), ni Tito Livio (Desde la fundación de Roma, 24.34), ni tan siquiera Plutarco (Vida de Marcelo, 15), las principales fuentes para reconstruir la vida de este matemático e inventor griego, aludan a este 'rayo de la muerte'", explica Pepa Castillo Pascual, profesora de Historia Antigua en la Universidad de la Rioja, en un artículo publicado en The Conversation.
Sin embargo, según detalla la historiadora, se ha comprobado que "sí es posible incendiar un barco mediante el empleo de espejos, aunque claro, el barco no debe estar en movimiento". De una forma u otra, Marcelo renunció a conquistar la ciudad al asalto y se tuvo que contentar con asfixiarla y bloquearla en un lento y exasperante cerco. Entre las tiendas de su campamento, Marcelo no dejaba de maldecir al tirano Hierónimo, el caprichoso adolescente de 15 años que había provocado que sus hombres murieran sobre Sicilia.
A la sombra de Roma y Cartago
Tras la derrota de Cartago en la primera de las guerras púnicas, aquella isla llevaba más de 20 años bajo el poder de Roma. Solo la gran Siracusa permaneció independiente al poder de la Urbs hasta que el viejo tirano Hierón murió a finales del año 216 a.C.
Aníbal y sus elefantes llevaban ya dos años asolando la península Itálica y aniquilando una legión tras otra. El nuevo tirano, el adolescente Hierónimo, contactó con el bárquida, cuando su apretada agenda de fiestas y orgías que celebraba en su palacio le daban un respiro. Soñaba con expulsar a Roma de la isla y convertirse en rey de toda Sicilia y se alió con Cartago.
Pero en apenas trece meses de gobierno, él y su familia fueron apuñalados en una oscura conjura y la ciudad quedó al borde de la guerra civil. Al final, los sufetes de Cartago sentaron en el trono a dos títeres: Hipócrates y Epicides. El Senado de Roma, ante el desastre de perder toda Sicilia en un parpadeo, envió a las legiones de Marcelo a las que esperaban las murallas de Siracusa que terminarían por ceder.
La muerte de un genio
Tras dos años de asedio, un traidor abrió las puertas de la indómita ciudad a los vengativos legionarios, ansiosos por ajustar cuentas con los tenaces defensores que les habían masacrado. El líder romano, que moriría años después en una emboscada y no vería el final de aquella guerra que sacudió el Mediterráneo, ordenó capturar a Arquímedes, el genio que les había aterrorizado.
El sabio, según las fuentes clásicas, estaba trabajando en un problema matemático y dibujaba círculos en la arena mientras la ciudad ardía. Un sudoroso legionario, ebrio de victoria y muerte, le interrumpió. Ajeno a la violencia que le envolvía y con bastante altivez, ordenó a aquella reencarnación de Marte: "¡No molestes mis círculos!"
El soldado, con la adrenalina por las nubes y la ira provocada por la respuesta del sabio, ignoró las ordenes de Marcelo, que había terminado por admirar a tan digno rival, y le atravesó con su espada. Su alma torturada por el acero de la Urbs viajó al Hades. Las fuentes indican que el consul devolvió el cadáver del genio a su familia para enterrarle dignamente pero nunca se sabrá a ciencia cierta si el matemático pudo pagar al horrible barquero de la laguna Estigia.