El 8 de julio de 1774, sobre las cuatro de la mañana y protegida por la oscuridad de la noche, la primera oleada del ejército español tomaba las playas y dunas de Argel. Todas las unidades estaban mezcladas sin orden ni concierto y los cañones apenas podían moverse entre la arena. Los defensores, aprovechando el desorden, comenzaron a disparar contra ellos cuando el sol despuntó en los cielos. "La tropa hizo prodigios de valor, pero era cazada como si fuese una banda de conejos", resumió el genio de la Armada José Domingo de Mazarredo. Aquel desastre costó 528 muertos y más de 2.000 heridos.
Un único cañón argelino que había en la zona comenzó a retumbar en la playa descuartizando a decenas de soldados que hacían lo que podían, sedientos y bajo el sol de África. En aquel caos de heridos, arena y pólvora, el oficial e ingeniero oscense Félix de Azara y Perera, que debía construir parapetos y trincheras, fue alcanzado. Hoy un cráter en la Luna lleva su nombre, pero aquel día estuvo cerca de morir de no ser por la intervención de un marinero que le sacó una bala de las costillas con un cuchillo y lo alejó de la playa.
Salvado de milagro, Félix de Azara desempeñó varios cargos y supervisó obras en las provincias de Gerona y Guipúzcoa. Al menos hasta que en 1781, con cargo de teniente coronel de Ingenieros, su nombre resonó en importantes despachos y se decidió enviarle al Virreinato del Río de la Plata con una misión de suma importancia para la corona del augusto Carlos III. Debía delimitar la candente frontera entre España y Portugal en aquel lejano confín del mundo por el que llevaban años peleándose las coronas ibéricas. Le esperaba un raro destierro en la selva que le convirtió en un naturalista excepcional.
Los portugueses le dan plantón
Según partió a las Indias y se reunió con el virrey del Río de la Plata, sus superiores se olvidaron de él. Por su lado, el delegado portugués que debía recorrer con él la frontera nunca llegó a presentarse. "Habiendo esperado doce años a los portugueses, y pasado la mejor parte de mi vida en este país, el más remoto y trabajoso, es ya tiempo de pedir mi relevo", se quejó en julio de 1794 al primer ministro Antonio Valdés.
"Porque no es posible que mis días sean suficientes para ver concluida mi misión, ni que los comunes achaques de la edad puedan sobrellevar los trabajos de este destino equivalente a un triste destierro", continuó su epístola. A pesar de la amarga súplica debió esperar otros seis años más hasta que se le permitió regresar a la Península.
En las dos décadas que pasó abandonado en América delimitó las difusas fronteras geográficas de Brasil de acuerdo con lo establecido en el Tratado de El Pardo de 1778 que puso fin al conflicto entre Madrid y Lisboa.
Recorrió Paraguay, visitó misiones de la frontera en el actual Uruguay y navegó por las oscuras aguas del río Paraná. Atravesó junglas, sabanas y bosques tomando constantes notas cartográficas, zoológicas y etnográficas de las incontables tribus indígenas que conoció en aquellos parajes exóticos.
Admirado por Darwin
"Sin error se puede considerar su caso como extraordinario, calificativo aplicable desde su diletante etapa inicial hasta su consolidación como uno de los naturalistas con mayor repercusión internacional de la Ilustración española. Su actividad zoológica fue un hecho fortuito, propiciado por la ociosidad derivada de su cometido como comisario de límites ante la ausencia del bando portugués", explica Andrés Galera Gómez, autor de la entrada del militar en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia.
Las observaciones del oscense centradas en lagartos, cuadrúpedos y mamíferos hablaban de la existencia de especies análogas en multitud de climas y continentes distantes, algo advertido por otros naturalistas de su época. Sin embargo, él consideraba que una sola pareja animal, como narraba El Génesis, no podía ser la responsable de la gran diversidad demográfica que documentaba.
A pesar de que no contó con una formación en biología, aquel naturalista por accidente era un excelente observador. En algunas de sus obras como Viajes por la América meridional (1800) o Apuntamientos para la Historia Natural de los Cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata (1805) se alejó también del dogma de la época que atribuía al ambiente la variación entre especies. Azara, por su parte, descubrió que los cambios entre especies se debían a cuestiones accidentales, casi por azar.
"Su obra constituye un encomiable estudio descriptivo, y como tal observador de la naturaleza fue valorado y estimados en el siglo XIX, incluso por Charles Darwin", detalla Galera Gómez. Aquel gran naturalista que alumbró las teorías de la evolución y la selección natural citó al propio Azara en el diario que escribió cuando dio la vuelta al mundo en el HMS Beagle e incluso en su trascendental El origen de las especies (1859).
A pesar de que Azara falló en algunas de sus hipótesis, sin duda sus interpretaciones tuvieron una gran influencia en Darwin, como sus notas sobre los caracteres heredados de las especies. Al igual que el oscense, el británico prefería analizar organismos vivos y no los animales disecados que poblaban los gabinetes del momento.
Bajo el radar de Napoleón
A su regreso a España en 1801 tras su epopeya fue a Francia a visitar a su hermano Nicolás, embajador en París. Como en aquella ocasión de 1781, su nombre volvió sonar en algún despacho y Napoleón envió a un comisario a entrevistarse con el aragonés. El petit caporal estaba meditando un rocambolesco plan para invadir el sur de Brasil y quería contar con información de primera mano sobre posiciones y defensas portuguesas.
Poco se sabe de aquella tensa entrevista de la que el naturalista por accidente logró salir airoso de las intrigas galas. Menos suerte tuvo cuando el hogar de su familia en Barbuñales (Huesca) sería destrozado y saqueado por las coléricas bayonetas francesas en la Guerra de la Independencia (1808-1814). El destino finalmente quiso recompensarle por su extraño destierro americano en el que, además de trabajar de forma infatigable, añoró las cumbres de su tierra. Enterrado en la catedral de Huesca, tuvo el consuelo de morir en Barbuñales en 1821.