A lo largo de los veintidós años que el soldado Martín García de Cerezeda sirvió en el ejército de la Monarquía Hispánica en las Guerras de Italia, participó en docenas de encarnizadas operaciones de combate de baja intensidad, como escaramuzas, encamisadas y golpes de mano, en una veintena de largos y cruentos asedios y asaltos mortales a murallas y en dos grandes batallas: Pavía en 1525, donde formó parte de los arcabuceros que diezmaron a la inoperante e indefensa caballería pesada francesa, y Cerisoles en 1544.

Cerezeda fue uno de los resilientes y enérgicos integrantes de los Tercios en la época en la que estas unidades se erigieron en la más fiable y estimada fuerza de infantería disponible para la Corona española, en una de las fuerzas de combate profesionales más eficientes de la Europa moderna temprana. Además, el veterano cordobés fue autor de una de las escasas memorias en primera persona sobre las feroces campañas italianas, un relato clave para tratar de reconstruir la experiencia del soldado en un conflicto que se alargó durante más de seis décadas casi de forma ininterrumpida.

Ese es precisamente el objetivo de estudio de Idan Sherer, profesor del Departamento de Historia General de la Universidad Ben Gurión del Néguev (Israel) y experto en la guerra renacentista, en Italia mi ventura (Desperta Ferro): indagar en el origen geográfico y social de estos primeros soldados de los Tercios españoles, sus motivaciones económicas y de búsqueda de prestigio, las condiciones de servicio y conocer cuál fue su comportamiento en el fragor de la batalla —así como sus consecuencias psicológicas y emocionales— o las diversas situaciones en las que se vieron forzados a amotinarse contra sus líderes.

'Los fastos de los Gonzaga o Federico II Gonzaga conquista Parma'. Un lienzo de Jacopo Tintoretto. Wikimedia Commons

El emperador Carlos V celebró en una ocasión que "la suerte de mis batallas ha sido decidida por las mechas de mis arcabuceros españoles". ¿Pero cuál fue la verdadera clave del éxito de los Tercios? El investigador, discípulo de Yuval Noah Harari, asegura en sus conclusiones que los altos niveles de eficiencia en el combate de estas tropas no se explican por la esperada remuneración —si bien es cierto que muchos se unieron al Ejército a causa de dificultades financieras y personales— o por cuestiones coercitivas.

En el seno de estas unidades, según Sherer, se cultivó "un profundo sentido de pertenencia al cuerpo, orgullo nacional y religioso, liderazgo ejemplar y un sentido general de honor marcial". Los soldados crearon "estrictas y vigorosas sociedades guerreras" que promovieron "un desprecio generalizado por la cobardía y la rendición, y un inquebrantable deseo de participar en operaciones de combate, poniendo gran énfasis en la disciplina". El propio Cerezeda en una ocasión se negó a abandonar su puesto en una casa en el Piamonte a punto de arder hasta que un oficial se lo ordenase.

El soldado e historiador informa en su tratado que hubo numerosas ocasiones en las que los españoles cargaban contra el enemigo al grito de "¡España! ¡España!". Fernando de Ávalos, marqués de Pescara y capitán general del Ejército imperial, se dirigió a sus tropas impagadas y amotinadas en 1525 destacando que "los españoles no luchan como jornaleros por dinero, como tienen por usanza los soldados mercenarios, sino que están acostumbrados a luchar por la gloria, por el Imperio, por victorias y por honor".

Revolución militar

Sherer dedica precisamente dos capítulos del libro, una reveladora y humana descripción de la cruda vida a la que se enfrentaron los admirados soldados de los Tercios, a radiografiar el fenómeno de los motines y los saqueos, algunos tristemente famosos, como el de Prato de 1512 o el de Roma en 1527, protagonizados por veteranos de arduas campañas. Con la tranquilidad de no haber sido protagonista de los hechos, Cerezeda desaprobó el comportamiento de sus camaradas en la Ciudad Eterna, comentando que "era tan grande el bullicio é priesa de la matanza y saco, que no hay juicio humano que lo pudiese narrar. Allí no se tenía respeto á Dios, ni vergüenza al mundo (sic)".

A pesar de que algunos de estos hechos prendieron las raíces de la leyenda negra, el investigador matiza su dimensión: "Los españoles podían ser capaces de cometer actos de violencia extrema contra quienes se pusieran en su camino y, a menudo, demostraban una extraordinaria rebeldía, inestabilidad e indisciplina, todo lo cual contribuyó muchísimo a su dudosa reputación. Pero los capitanes reclutadores no buscaban solo a los pobres y turbios hombres de la Península Ibérica para henchir sus compañías. Una proporción sustancial de los reclutas estaba lejos de ser la 'escoria de la sociedad', e incluso jóvenes nobles, segundones e hidalgos se unían a las filas de los Tercios de infantería para construirse una reputación militar y económica para su futuro".

Portada de 'Italia mi ventura'. Desperta Ferro Ediciones

El nacimiento de los Tercios se produjo además en el contexto de una profunda revolución militar propiciada por los avances tecnológicos y tácticos. Los soldados españoles fueron protagonistas principales de esta evolución, pero también sus conejos de indias al tener que adaptarse rápidamente y casi sin margen de error a los nuevos métodos de guerra. Dos de las jornadas en las que demostraron su eficacia en el combate fueron curiosamente en dos derrotas: en Rávena en 1512, por su feroz resistencia y una disciplinada y ordenada retirada; y en Castelnuovo en 1539, donde la guarnición española rechazó rendirse ante los infieles otomanos pese a la nula esperanza de victoria.

Conscientes de su estatus profesional al servicio de su rey y la fe católica, los Tercios se convirtieron asimismo en una institución social con una sorprendente capacidad de organizar motines de forma exitosa. Estaban liderados por individuos tenaces y animosos elegidos democráticamente para realizar las negociaciones, presentar las demandas y los agravios y, en algunas ocasiones, recurrir a la violencia, que era respondida por las represalias del estamento militar. En 1534, por ejemplo, el capitán general Antonio de Leyva hizo ahorcar a diez líderes y envió a otros seis a galeras. A su Majestad no le temblaba el pulso a la hora de las represalias.