Bajo el sol del estado de Arizona, en Estados Unidos, la ciudad fantasma de Fairbank se yergue como un potente atractivo turístico a orillas del río San Pedro. Abandonada en la década de 1970, se fundó en 1882 junto a las vías de un ferrocarril. Un camino de tierra, 7 kilómetros río arriba, conduce a unos pocos muros de adobe y restos de piedra rodeados de arbustos y secos matorrales habitados por serpientes.
Son las ruinas del presidio de Santa Cruz de Terrenate y fue la posición más aislada del virreinato de Nueva España. Más al norte no existía nada más allá de miles de kilómetros de desierto, llanuras y decenas de tribus nativas de imprevisible carácter. Solo estuvo activo cinco años, entre 1775 y 1780. Hoy una cruz de hierro oxidada sujeta por piedras sirve de humilde memorial a los tres capitanes y 98 dragones de cuera que allí fueron despedazados por los apaches en olvidadas escaramuzas.
Junto a ellos existió un poblado de pacíficos pimas que recibió el nombre de Quibiru, lejano recuerdo de Quivira, una de las Siete Ciudades de Cíbola. Según la leyenda estaban pobladas por infinitas riquezas capaces de volver loco a más de un aventurero perdido en el extremo norte del Imperio español. Uno de ellos afirmó que las había visto. Llegó quemado por el sol. Sediento y destrozado regresó casi delirando, "diciendo maravillas de las siete ciudades de Cíbola, y que no tenía cabo aquella tierra, y que cuanto más al poniente se extendía, tanto más poblada y rica de oro, turquesa y lanas era", relató en el siglo XVI el cronista Francisco López de Gómara.
La Misión de Magdalena
Pero en Santa Cruz de Terrenate, en medio de la inmensidad del desierto de Sonora, no había ni piedras preciosas ni oro. Eran la punta de lanza del sistema de presidios reorganizado por el militar Hugo O'Conor. Aquel pelirrojo católico de origen irlandés enrolado en el ejército español era en aquel momento, bajo el reinado de Carlos III, el comandante general de las Provincias Internas. Había participado en cientos de cabalgadas y persecuciones en la defensa del lejano limes americano.
Pero en aquel rincón maldito, a más de 100 kilómetros de la posición aliada más cercana, sus hombres poco pudieron hacer. Los informes de desastres y escabechinas se acumularon en la mesa del virrey en Ciudad de México. En noviembre de 1776 un despacho informaba de la masacre de la Misión de Magdalena de Kino. La iglesia había sido arrasada por apaches.
Los hombres de Terrenate fueron los primeros en llegar a investigar el suceso. Desconocían la fecha del ataque porque no quedó nadie con vida al que preguntar. En la misión calcinada solo encontraron el zumbido de millones de moscas, el aleteo de decenas de cuervos, un sol inclemente y el hedor del humo y la muerte. No consiguieron seguir el rastro de los culpables.
Tras la hecatombe de Magdalena el capitán Francisco de Trespalacios debió sentir una creciente ansiedad. Estaba al mando del presidio de Terrenate y le rondaban alas negras que presagiaban un final funesto. En menos de 2 años, él y 27 de sus hombres ya esperaban la resurrección de la carne. Cayeron en una emboscada, rodeados por los relinchos angustiados de sus monturas y los gritos y las caras pintadas de una banda de guerreros apaches. "El hombre [apache] no conoce más obligación que la caza y la guerra", resumió su ferocidad en 1796 el teniente coronel Antonio Cordero.
"Mariscadas" y emboscadas
Pero en aquel momento, con el aroma a incendio aún adherido al uniforme, Trespalacios no llevaba más de unos meses destinado en aquel presidio donde un padre franciscano no conseguía calmar el ánimo de las mujeres, niños, civiles y soldados que malvivían en chabolas. Tampoco daba abasto con tanto llanto, funeral y plegaria desconsolada.
Trespalacios era el sucesor del capitán Francisco de Tovar, fallecido en combate a orillas del San Pedro en julio de 1775 junto a 29 hombres, más de la mitad de la guarnición en aquel momento. Estaban en plena "mariscada", es decir, persiguiendo a una banda guerrera a varias leguas de la posición.
Tovar había sido el que lideró la columna que llegó a los parajes de Santa Cruz de Terrenate con no más de 60 soldados, decenas de exploradores ópatas, civiles y cerca de 300 caballos. En diciembre de 1775 comenzaron a levantar el presidio de cien metros cuadrados que albergaría la casa del comandante, una capilla, dos barracones para la tropa y un bastión defensivo en forma triangular.
"Este oficial es indigno de serlo (...). Valor, se ignora; aplicación, ninguna; capacidad limitada; conducta, nada regular; estado, casado", resumió O'Conor sus opiniones sobre el teniente de Terrenate tras una inspección de la nueva posición.
Las obras no avanzaban, la tropa tenía los uniformes raídos, los sables sin filo, las lanzas melladas y los mosquetes en un estado lamentable. Se quejaban de la corrupción del capitán Tovar y del teniente, que les obligaban a comprar sus pertrechos a buhoneros y comerciantes locales que los vendían a precios desorbitados. Con Tovar y Trespalacios en el más allá, el capitán Luis del Castillo cabalgó hasta allí para tomar el mando.
Los convoyes de suministro apenas llegaban a aquel paisaje sin mar, siempre acosados por emboscadas y golpes de mano al amanecer. Tras una inspección entre los presidios bajo su mando, Jacobo Ugarte y Loyola, gobernador militar de Sonora, quedó desolado.
Murieron con las botas puestas
"La situación de San Bernardino había dejado abandonada a la población del valle; Santa Cruz distaba más de 40 leguas del anterior por lo cual su aprovisionamiento se hacía por caminos de grave riesgo, siendo a veces imposible por los sucesivos ataques apaches con numerosas muertes. La compañía de Santa Cruz no podía defender el pueblo (...) sufría tan constantes ataques apaches que un sentimiento de pánico se estaba apoderando de la tropa", explica Mariano Alonso Baquer, teniente general retirado y doctor en Historia, en su tesis Españoles, apaches y comanches aprobada por la Universidad de Valladolid.
Los refuerzos que conseguían descabalgar en su plaza polvorienta lo hacían a cuenta gotas y maldiciendo. Les enviaban a morir en aquel páramo sin dios, difícil de cultivar y, más aún, de doblegar. Entre bajas y deserciones, la guarnición nunca llegó a estar completa. En mayo de 1779 Luis del Castillo cayó liderando a sus hombres en otra escaramuza olvidada librada entre el tronar de la pólvora y el rugir de la apachería. Era el tercer capitán que allí moría con las botas puestas.
En marzo de 1780, mientras EEUU luchaba por su independencia en la costa este, llegó la orden de abandonar Terrenate. En los despachos habían llegado a la conclusión de que no merecía la pena. Sus murallas, que debían tener entre 4 o 5 metros de altura apenas se levantaban 2 metros sobre el suelo. La guarnición del presidio maldito estaba cansada de cavar tumbas. Deliraban bajo el sol aferrando sus mosquetes destrozados y murmurando entre susurros un desconsolado padrenuestro.