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El Temple, en Huesca, presentaba en junio de 1953 sus mejores galas ante la visita de Franco. Los edificios estaban cubiertos con banderas de España y los niños agitaban sus banderines. El dictador, antes de entrar en la iglesia a oír misa, fue recibido con el repicar de las campanas, cohetes y una aclamación popular. Por último, enfundado en el uniforme veraniego del partido único, todo de blanco, desveló una placa en la que celebraba la inauguración del pueblo de colonización "bajo su glorioso mandato". Sin embargo, se trataba de una imagen utópica proyectada por los mecanismos propagandísticos del régimen: en el asentamiento aún quedaban muchos servicios y casas por construir.

Las obras de desarrollo de Llanos del Caudillo, en la provincia de Ciudad Real, se proyectaron entre 1953 y 1955, pero el pueblo no se terminó hasta 1959. Cuando empezaron a llegar los primeros colonos se encontraron unos hogares sin puertas ni ventanas, sin agua y sin luz. "Penamos mucho, mucho, mucho. Porque ya te digo, lo primero y principal es que llegamos aquí y no tenías ni lumbre, no tenías leña, no tenías estufa, no tenías de na, estábamos pasmaítos en casa", describió una de ellas. En Zurbarán, en Badajoz, la situación era todavía peor, con las casas sin hacer y algunos vecinos durmiendo en las cuadras entre cerdos y vacas.

Dos imágenes opuestas que reflejan el mito —las supuestas reformas benéficas lideradas por el bienintencionado Caudillo— y la realidad —la miseria y hambre que rodeó a los colonos—. Esta historia de dos caras de la colonización agraria en España es la que aborda Antonio Cazorla Sánchez, catedrático de Historia en la Universidad de Trent en Ontario (Canadá), en Los pueblos de Franco (Galaxia Gutenberg). Apunta el historiador que este proyecto, más allá de su alcance real y su lugar en las prioridades del régimen, fue una metáfora de lo que la dictadura decía que era y nunca fue; y de lo que Franco decía de sí mismo, y nunca quiso ser.

Clase de gimnasia en la Escuela de Valdeíñigos (Cáceres). Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación

"La política de colonización es producto de la contrarrevolución agraria franquista. Los campesinos toman la tierra justo antes de la Guerra Civil y luego de forma masiva durante la contienda. Y el franquismo crea un organismo para devolverle la tierra a los antiguos propietarios manu militari", resume el investigador. El verdadero fin del régimen y su organismo para llevar a cabo esta tarea, el Instituto Nacional de Colonización, no era mejorar las condiciones de los trabajadores de la tierra, sino impulsar una gran política de regadíos.

Los números son reveladores: en las cuatro décadas de dictadura no hubo más de 40.000 colonos en unas 30.000 casas en cerca de 300 pueblos y barriadas. Para muchos campesinos —un cuarto eran obreros agrícolas, que apenas manejaban pequeños huertos— fue la oportunidad de realizar el sueño secular de tener tierra, acompañada de la promesa de una casa de ladrillo con cocina y cuarto de baño. Un augurio de salvación que, detrás de la propaganda, era otra forma de condena: "No se lo dan, se lo venden: lo tienen que pagar todo y van a vivir en un régimen de control extremo", subraya Cazorla.

"En la política de colonización en realidad el beneficiario no fue el pequeño campesinado, que básicamente tenía una hipoteca de una media de 30 años —la mayoría de estas familias van a pagar sus propiedades mucho después de acabada la dictadura—, sino el gran propietario", desvela Cazorla. Hubo una transferencia masiva de recursos públicos hacia el gran capital agrario, que vendió sus tierras al INC o dejó que le fueran expropiadas y transformadas para aumentar su valor entre un 400 y 1000%. 

Solidaridad vecinal

El INC decidía qué se tiene que plantar, cuándo y cómo. "Los campesinos a veces saben que lo que se está planteando es erróneo y lo dicen. Pero el INC no solo no escucha críticas, sino que los castiga o amenaza con ello. ¿Resultado? Fracaso, cosechas que se pierden, y esto para gente que no tiene un duro", revela el historiador. Los trabajadores de la tierra debían entregar al organismo la mitad de lo que producían las parcelas y luego descontar los gastos. A finales de año, sobre todo los primeros, apenas les quedaba un duro, y muchos se vieron forzados a emigrar a las ciudades. Los que aguantaron lo hicieron sobre todo por la extraordinaria solidaridad entre los vecinos.

Un relato, recogido en los propios informes internos del organismo y otras agencias del régimen, que no encaja con el discurso oficial de progreso y justicia social que proyectaba el régimen ni la inverosímil visión filantrópica de un dictador benéfico que se mostraba en el NO-DO o en los periódicos. 

"Franco era un señor que se está alabando a sí mismo continuamente, y cualquier elemento de la narrativa pública en España que refuerce su poder, su imagen, lo utiliza sin ningún problema", desgrana el catedrático. "Cuando llega a estos pueblos y dice auténticas banalidades, la prensa lo presenta como prueba de que tiene una mente abierta y que está siempre pendiente de la mejor del país". Sin embargo, la política de colonización no cambió la dinámica social ni económica del campo español.

Portada de 'Los pueblos de Franco'. Galaxia Gutenberg

El libro, defiende Cazorla, también se articula como un recordatorio ante un proceso de banalización de la dictadura. "El cambio sociocultural de España en los últimos años ha provocado tensiones y ha ocurrido en un país que es mucho más rico de lo que solía ser, y desde luego libre. Es muy difícil concebir un pasado en el cual ni había libertad ni progreso, sino mucha miseria y represión. Mucha gente conservadora y joven que no ha vivido este pasado puede llegar a imaginar que el franquismo fue como vivimos ahora, pero con más orden. No había feministas, ni separatistas, ni inmigrantes. Todos éramos una familia feliz".

Pero hay otra cara del problema: "Luego está la extrema izquierda, los que dicen que todo esto del régimen del 78 no es nada más que el franquismo remozado, y que ahora vivimos en un país que sigue siendo fundamentalmente el de Franco un poco maquillado", continúa el historiador. "Entonces, hay por un lado una nostalgia de un pasado que nunca existió y por otro una crítica utópica de una realidad que nunca va a existir".