Publicada

El virreinato de Perú, corazón del Imperio español en América y una de las principales fuentes de su riqueza, presenció a finales del siglo XVIII una profunda crisis marcada por la fragmentación social. Primero estalló en 1780 una rebelión liderada por Túpac Amaru II, un descendiente de la nobleza nativa que pretendía la utópica reconstrucción de un Imperio inca imaginado. Tras incendiar durante meses la sierra y las cercanías de Cuzco, centro económico y administrativo en los Andes, sus seguidores fueron derrotados por los soldados reales. La mayoría de los cabecillas de los insurrectos fue ajusticiada y ejecutada brutalmente en la plaza de armas de dicha ciudad.

La segunda fase de la crisis imperial andina enfrentó a los funcionarios de la monarquía española con los próceres criollos, que antes habían rechazado ponerse al lado de los nativos. Un punto neurálgico de este pulso por el poder operativo del virreinato fue el acomodado convento de Santa Catalina, donde la priora era María Rivadeneyra, una mujer de linaje acomodado. En 1787, el mismo virrey declaró que la religiosa había tenido "uno de los principales papeles en todos los alborotos y escándalos suscitados en la ciudad" en aquellos años.

Los funcionarios reales decidieron una causa legal contra la madre María y el clan de los Ugarte, una poderosa familia criolla. Se les acusaba de promover la agitación y la disensión, prácticas corruptas o de haber simpatizado con Túpac Amaru. Los Ugarte fueron enviados a España y a la religiosa se le retiró el cargo de priora, aunque lo recuperaría mediante unas elecciones en junio de 1785. Su triunfo, sin embargo, efímero: el 30 de septiembre de 1786 una partida de gente armada la sacó de sus aposentos y la llevaron a su nuevo hogar: el convento de Santa Teresa, donde quedó exiliada. Murió en 1801 huérfana de toda propiedad y poder.

Acuarela retratando a José Gabriel Condorcanqui, alias Túpac Amaru. Wikimedia Commons

Nathan Perl-Rosenthal, historiador especializado en el mundo atlántico de los siglos XVIII y XIX, teoriza en su reciente obra La era de las revoluciones (Pasado&Presente) que la transformación del universo político a ambas orillas del océano en el periodo que va de la década de 1760 a la de 1820 —Guerra de Independencia de EEUU, la Revolución francesa, la revolución antiesclavista de Haití o los movimientos de independencia en Hispanoamérica— estuvo protagonizado por dos generaciones. La primera de ellas, liderada por personajes como María Rivadeneyra, "fracasó en gran medida" a la hora de generar movimientos multitudinarios duraderos.  La segunda, en cambio, sí tuvo éxito al movilizar a las masas.

A esta segunda generación revolucionaria perteneció Gabriel Alejandrino Ugarte, sobrino de la madre María. Nacido en 1783, cerca del apogeo de la campaña emprendida por el Gobierno español contra su familia, se había exiliado con su padre siendo un niño. Regresó a Cuzco e ingresó en un seminario conocido como "el cuartel general de la insurrección". En 1804 entró a formar parte de la Audiencia, el tribunal superior de la ciudad, mientras se movía por los círculos de jóvenes que embestían —"traspasando barreras de clase y casta"— contra las autoridades imperiales, participando en algunos de los primeros movimientos que condujeron a la independencia hispanoamericana.

Brecha generacional

El libro panorámico del profesor de la Universidad de California del Sur está vertebrado por siete personajes bastante desconocidos cuyas experiencias vitales le confieren a la obra un interesante ingrediente y ritmo biográfico. Su principal argumento, discutiendo las explicaciones de los grandes expertos en el periodo, como R. R. Palmer y Eric Hobsbawm, es el de que "la falta de liberalismo de la era revolucionaria no era ni intrínseco a la ideología de sus protagonistas ni externa a su movimiento, sino que, en gran medida, surgió de la dinámica de la organización política revolucionaria".

Perl-Rosenthal identifica una quiebra en el fenómeno revolucionario en torno al cambio de centuria. Según su investigación, la respuesta cabría situarla en la brecha generacional: si la primera oleada logró "alterar las estructuras sociales, económicas y políticas de los imperios atlánticos" del antiguo régimen, aunque no satisfacer de forma plena las promesas de gobierno republicano, independencia, autonomía local o igualdad, fue la segunda serie de revoluciones la que fomentó movilizaciones políticas mucho más duraderas gracias, apunta el historiador, a la movilidad social. 

Portada de 'La era de las revoluciones'. Pasado&Presente

Esta era de las revoluciones, y especialmente su segunda parte, esconde un legado "agridulce y contradictorio", según Perl-Rosenthal: un "marcado antiliberalismo". "El comienzo triunfal de la política de masas tuvo también un lado oscuro —escribe—, pues no tardó en convertirse en la base sobre la que se sustentarían las formas modernas de autocracia. También se trocó en instrumento de exclusión: en todo el mundo revolucionario, la capacidad para crear movimientos a gran escala fue de la mano del destierro de las minorías raciales y de la mujer al extrarradio de la esfera pública".

En este sentido, el profesor firma una crítica a la idea del excepcionalismo de las revoluciones francesa o estadounidense. Para entender por qué las dos generaciones de revolucionarios estadounidenses introdujeron jerarquías raciales y de clase en la política de la incipiente nación, asegura, hay que mirar más allá de Estados Unidos, al fenómeno global.

El ensayo, una estimulante lectura sobre un periodo histórico agitado y realmente fascinante, vierte ideas novedosas y en algún caso arriesgas que a buen seguro generan mucho debate entre la comunidad académica. Sin embargo, en esas aspiraciones de hacer una historia global, total, enmarcada por la premisa de las dos generaciones, incurre el autor en paralelismos que parecen algo exagerados. Por ejemplo, comparar la "revolución" andina de Túpac Amaru, que no dejó de ser una simple rebelión indígena, con la guerra abierta por las Trece Colonias contra la Corona británica.