Publicada

En la colegiata de Santillana del Mar, en Cantabria, se conserva un capitel con una escena desconcertante y explícita: una mujer sostiene el desproporcionado pene de un hombre mientras le besuquea en la oreja. Él, por su parte, toca con una mano el rostro de su compañera y sostiene con la otra uno de sus pechos. A su alrededor proliferan los elementos vegetales característicos de las imágenes reproductivas o sexuales. Pero no es, ni mucho menos, un relieve excepcional: el románico peninsular está lleno de multitud de ejemplos similares.

En la pequeña iglesia zamorana de Santiago el Viejo se puede contemplar otro llamativo conjunto de capitales que refleja la liberalidad sexual de las clases nobiliarias en esta época de la Edad Media (siglos XI, XII y parte del XIII). En uno del lado norte del arco triunfal aparece una pareja tocándose de forma mutua sus genitales. En esa misma estructura otra mujer fue representada sentada y con los brazos sobre las rodillas, dejando entrever su vagina a través de las piernas abiertas. Incluso hay otra escena que podría calificarse de orgía: damas y caballeros, además de un caballo, exhiben sus cuerpos desnudos, reflejan posturas sexuales e incluso insinúan contactos homosexuales.

También son habituales los capiteles en los que aparecen damas mostrando la vulva y con las piernas abiertas elevadas a la altura de su cabeza, como se observa en las iglesias de San Juan Bautista de Villanueva de la Nía (Cantabria), de San Miguel de Corullón (León) o de Nuestra Señora de la Asunción de Añua (Álava). En el claustro del monasterio catalán de Santes Creus (Tarragona) hay una llamativa composición con un noble lanzando flechas a su amada con una ballesta —símbolo del cortejo— que incluye un cinturón que se asemeja a un falo en erección.

Dovela de una de las portadas de la iglesia de Santa María de Piasca en la que se muestra un beso entre dos hombres. Crítica

La lista de ejemplos es infinita y estos son solo algunos de los que recoge Isabel Mellén, doctora en Filosofía y graduada en Historia del Arte, en El sexo en tiempos del románico (Crítica), libro en el que indaga en los significados de todas estas imágenes explícitas talladas en los edificios románicos. Lejos de ser una representación casi obsesiva del pecado, las escenas muestran la ausencia de una mentalidad rigorista entre la nobleza del momento, principal responsable de la construcción de estos templos y su aparato decorativo.

"Para la inmensa masa social el sexo era algo cotidiano, que se manifestaba de manera casi pública, debido a la escasa intimidad de la que se gozaba (...). Nacía de una necesidad reproductiva, pero también tenía un componente lúdico y festivo", escribe la investigadora. Si la postura de las piernas levantadas era reflejo de una creencia según la cual así se mejoraba la concepción, los falos erectos estaban ligados a la ideología nobiliaria que buscaba en la reproducción y en la exhibición sexual su carácter diferenciador con el resto de la sociedad. Por eso el tamaño sí importaba.

Es precisamente en ese contexto de poder, de necesidad de perpetuarse y legar los privilegios, donde cabría encajar la mayoría de las imágenes. Mellén asegura que muchas de las representaciones de personas desnudas no tenían la pretensión de despertar un deseo sexual en quienes las contemplaban. Pero otras sí podían tener esa finalidad, como las copias de las Venus romanas —en la iglesia de Franco, en Condado de Treviño, una mujer con el pelo suelto deja entrever su desnudez tapándose casi sin querer— o del Esinario, un joven desnudo sentado, con una pierna sobre la rodilla inversa, que se quita una espina que se le ha clavado en la planta del pie.

La Iglesia y la castidad

"La consideración del románico sexual como algo obsceno o erótico incurre en un tipo de mirada patriarcal y heterosexual que deja al margen los sentimientos, modos de ser, anhelos y comportamientos de la infinita variedad de personas que crearon y contemplaron estas imágenes tanto en los siglos medievales como en los actuales", asegura la historiadora del arte. En la introducción del libro repasa cómo algunas de estas iglesias fueron esquilmadas el siglo pasado de su patrimonio por culpa de una mentalidad imbuida por la fe y los sentimientos cristianos.

Pero si los nobles medievales desarrollaron un rico imaginario en torno a la sexualidad que se manifestó sobre la piedra —canecillos, capiteles, dovelas y pinturas murales— sin ningún tipo de rubor ni tapujos, en el seno de la Iglesia surgió un movimiento reformista basada en preceptos rigoristas. Las iglesias no podían ser un lienzo del pecado, de la lujuria. El papado fue poco a poco introduciendo una nueva moral sexual que abogaba por la castidad con el apoyo de una parte del clero.

Portada de 'El sexo en tiempos del románico'. Crítica

"La oleada de represión sexual que sacudiría toda la cristiandad tenía ya sus bases puestas hacia finales del siglo XI. Sin embargo, tardaría siglos en modificar completamente las costumbres y en lograr atravesar todas las capas de la sociedad para convertirse en la ideología mayoritaria", expone Mellén.

Las primeras en sufrir el impacto de esta reforma fueron las esposas de los sacerdotes, convertidas en chivo expiatorio y en instrumentos del demonio. Fue el inicio de una polarización que reduciría a las mujeres a una simple dicotomía: o eran vírgenes maternales o una reencarnación de la Eva tentadora. "El prestigio que el sexo había dado a las damas medievales, el orgullo con el que exhibían sus genitales, sus partos, sus coitos, fue reconvertido en vergüenza y maldad intrínseca", concluye la historiadora del arte.