Cuando se habla del Milliarium Aureum se está hablando del kilómetro cero de las carreteras del Imperio romano, el cual fue erigido en el año 20 a.C., durante el reinado del emperador Augusto, cuando fue nombrado curator viarum, un funcionario del Estado que se encargaba de que las ejecuciones de las obras se llevaran a cabo según el proyecto, así como de la conservación y reparación de las mismas.

En este caso se encontraba situado en la cabecera del Foro de Roma, cerca del templo de Saturno, y aunque se puede considerar el kilómetro 0 de sus carreteras, realmente los romanos no utilizaban ese número.

Los miliarios o piedras militares consistían en unas estructuras de forma oval o cilíndrica que se situaban en las calzadas romanas para señalar cada 1.000 pasos (pasos dobles romanos), y que servían para simbolizar la milla romana, que equivale a 1.480 metros.

Un miliario.

En ellas se solía tallar el nombre completo del emperador, así como la distancia existente hasta Roma u otra ciudad relevante en la vía, además de los datos del gobernador o de la unidad militar que se había encargado de llevar a cabo las obras de esa calzada.

Sin embargo, el Milliarium Aureum estaba fabricado en bronce y bañado en oro, con una altura de 3,5 metros y un diámetro de más de un metro. En él tan solo se indicaba la distancia entre Roma y las principales ciudades del Imperio, midiéndose todas las distancias de estas últimas con referencia a él.

La extensa red de calzadas romanas

Los romanos fueron los responsables de construir una gran cantidad de caminos, algunos de ellos aprovechando rutas antiguas. Sus calzadas incluían túneles, puentes, viaductos y otras soluciones de arquitectura e ingeniería para crear distintos monumentos impresionantes pero muy prácticos. La red de calzadas públicas romanas cubría más de 120.000 kilómetros, gracias a la cual circulaban tanto los ejércitos como las personas y las mercancías por todo el Imperio.

Los romanos no inventaron las carreteras, pero como en otros muchos campos, tomaron una idea que ya databa de la Edad del Bronce para mejorarla y le sacaron el máximo partido posible. La primera y más famosa gran calzada romana fue la Vía Apia, que se construyó a partir del año 312 a.C., con una extensión de 192 kilómetros, uniendo Roma con Capua en la línea más recta posible. Esta no atravesaba las ciudades menos importantes e ignoraba en su mayoría los obstáculos geográficos. La calzada acabó extendiéndose hasta alcanzar los 569 kilómetros de longitud.

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También eran famosas la Vía Flaminia, que iba de Roma a Fanum (Fano), la Vía Postumia, que unía Aquila y Génova, la Vía Emilia, que hacía lo propio con Placentia y Augusta Praetoria (Aosta) o la Vía Popillia, que iba desde Ariminum y de Capua a Rheghium, entre otras. Estas vías llegaron a alcanzar tal popularidad que incluso dieron nombre a lugares y regiones.

Lejos de quedarse en Italia, la red se fue extendiendo por todo el Imperio, desde Britania hasta Siria, con algunas vías que llegaron a ser muy transitadas y conocidas. Este fue el caso de la Vía Domitia, que comenzó a construirse en el año 116 a.C. y que iba desde los Alpes franceses hasta los Pirineos, siendo clave para los movimientos de tropas. También estaba la Vía Egnatia, que en su caso comenzó a construirse en el siglo II a.C., cruzando la península balcánica para terminar en Bizancio.

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El objetivo de los romanos era claro: construir las rutas lo más cortas posibles entre dos puntos, lo que implicó tener que superar todo tipo de dificultades de ingeniería. Tras efectuar una gran labor de topografía para asegurarse de que la ruta era recta, se vieron obligados a cortar bosques, desviar arroyos, drenar pantanos, canalizar lechos de roca, cruzar ríos con puentes, construir túneles a través de montañas, etcétera. Por si esto fuera poco, también tenían que nivelar los caminos, además de reforzarlos con muros de apoyo o terrazas y mantenerlos.

Más allá de permitir un rápido despliegue de las tropas y de los vehículos con ruedas, las calzadas romanas fueron clave para aumentar el comercio y el intercambio cultural, pero también eran una de las formas en las que Roma demostraba su autoridad. De hecho, esta es la razón de que muchas calzadas comenzaban y terminaban en un arco de triunfo.

Puentes, viaductos y túneles

Para poder sortear los diferentes obstáculos que se encontraban a su paso, los romanos tuvieron que recurrir a la construcción de numerosos puentes y viaductos que aún hoy en día se conservan. Algunas de las soluciones fueron monumentales, como el viaducto de 700 metros de longitud y diez arcos sobre el río Carapelle, en Italia.

Los romanos construían con el objetivo de que los puentes duraran mucho tiempo, por lo que los pilares que cruzaban los ríos se construían con una forma de proa más resistente, usando bloques de piedra macizos y duraderos. El que para muchos es su puente más impresionante fue el de Narni, con 180 metros de longitud, 9 metros de anchura y 33 metros de altura, siendo soportado por cuatro enormes arcos de medio punto, uno de ellos de 21,1 metros. Actualmente, dos de los mejores puentes que se conservan son el Milvio de Roma (109 a.C.) y el puente sobre el río Tajo en Alcántara (106 a.C.).