Un movimiento intelectual de base amplia cuyo foco es comprender la dinámica del progreso, con el objetivo más profundo de acelerarlo. Es, o se propone que sea, la nueva disciplina de la ‘ciencia del progreso’. Su instigador es el influyente catedrático de economía y autor superventas Tyler Cowen. En un artículo en The Atlantic, él y Patrick Collison [cofundador de Stripe, una fintech valorada en 35.000 millones de dólares] llaman a crear esta nueva ciencia: “La humanidad necesita mejorar cómo sabe cómo mejorar”, escriben.
En ello, en sistematizar el aprendizaje histórico de lo que hemos hecho bien y lo que hemos hecho mal, y evitar que los humanos tropecemos una y otra vez con la misma piedra, subyace la idea de Cowen y Collison. ¿En qué consiste su propuesta? ¿Cómo ejecutarla? ¿Necesita realmente el progreso una ciencia? ¿La necesita la humanidad? ¿Por qué ahora? ¿Qué implicaciones tiene? ¿Cuáles pueden ser sus efectos?
A todas las preguntas anteriores les precede una: ¿Qué es el progreso? “Con ‘progreso’ nos referimos a la combinación de avance económico, tecnológico, científico, cultural y organizacional que ha transformado a los seres humanos y ha elevado el nivel de vida en los últimos dos siglos”, responde Cowen a INNOVADORES. ¿Por qué necesitamos más progreso?
La respuesta, de acuerdo con el catedrático, es simple: queda mucho por hacer: “Mirando hacia el futuro, todavía no hemos curado todas las enfermedades, ni sabemos cómo resolver el cambio climático, ni hemos logrado que la mayoría de la población mundial viva tan cómodamente como las personas más ricas, ni sabemos cuál es la mejor manera de predecir o mitigar todo tipo de desastres naturales, ni podemos viajar tan barato y rápido como quisiéramos, ni tenemos la educación que nos gustaría”, afirma.
De acuerdo, necesitamos progreso, ¿pero necesitamos hacer de él una ciencia? ¿En qué consistiría esta? Los autores lo ven como un movimiento intelectual, un campo de estudio interdisciplinar con miras puestas en la combinación de avance económico, tecnológico, científico, cultural y organizacional. Este aglutinaría aquellos estudios dedicados a tratar de comprender los mecanismos de la política, de las instituciones y de los contextos de los que surge el progreso.
La nueva disciplina, o interdisciplina, no pretende -dice Cowen- imponer a todos una visión uniforme de lo que es o debe ser el progreso. “Una parte importante de lo que busca la ‘ciencia del progreso’ es que las personas debatan sobre lo que se supone que significa el concepto de progreso en sí”, afirma.
De teoría a práctica
¿Cómo se materializaría esta disciplina? ¿Tendrían que reorganizarse los departamentos académicos y los programas de grado? No, de acuerdo con Cowen. “Eso probablemente sería costoso y requería mucho tiempo. En cambio, un nuevo enfoque en el progreso sería más comparable a una escuela de pensamiento que provocaría un cambio descentralizado de prioridades entre académicos, filántropos y agencias de financiación. Con el tiempo, nos gustaría ver comunidades, revistas y conferencias dedicadas a estas preguntas”, explica.
Cowen y Collison ponen en su artículo varios ejemplos de lo que podría contener, analizar y poner en práctica la ciencia del progreso. Hablan de estallidos de progreso a lo largo de la historia, como los avances en la dimensión cultural en la Florencia renacentista o la Revolución Industrial en el Norte de Inglaterra, que comparan con el progreso en software de Silicon Valley. “Este tipo de ejemplos muestra que puede haber ecosistemas que son mejores -quizá incluso por órdenes de magnitud- para generar progreso que otros”, escriben.
¿Qué tienen en común? ¿Por qué sucedió en esos lugares y no en otros? ¿Podemos diseñar deliberadamente las condiciones que favorecieron esos tipos de avance o ajustar de manera efectiva los sistemas que nos rodean hoy? Eso es exactamente lo que los estudios de progreso investigarían. “Consideraría el problema lo más ampliamente posible. Estudiaría las personas, organizaciones, instituciones, políticas y culturas exitosas que han surgido hasta la fecha, e intentaría inventar políticas y recetas que ayudarían a mejorar nuestra capacidad de generar un progreso útil en el futuro”, explican los autores.
Alguien podría decir que ya hay muchos estudios sobre Silicon Valley y cómo ha llegado a ser el polo de innovación tecnológica que es hoy. La respuesta de Cowen es que, si bien se conocen algunas de las características básicas de la historia de Silicon Valley -como el papel inicial de los contratistas militares y cómo Intel introdujo la fabricación de chips en el área- hay muchas otras preguntas aún poco estudiadas. Menciona, entre ellas, la construcción de redes de capital riesgo, la conexión de las tecnologías del área con las ideologías de los años 60 o la relación de Silicon Valley con San Francisco.
No se trataría tampoco de un estudio sobre clústeres en particular sino algo de más amplio espectro. Como los autores lo describen: “Un esfuerzo organizado para comprender cómo identificar y capacitar a los jóvenes con talento, cómo los grupos pequeños más eficaces intercambian y comparten ideas, qué incentivos deberían existir para todo tipo de participantes en ecosistemas innovadores, cuánto difieren en productividad las diferentes organizaciones, cómo deben seleccionarse y financiarse los científicos, etc.”
Voces críticas
No han faltado críticas hacia la propuesta de Cowen y Collison. Estas arguyen que lo que los autores proponen lo vienen haciendo muchos estudiosos y profesores desde hace mucho tiempo, con una gran cantidad de investigación académica y aplicada que ya aborda el mismo contenido. Ambos responden a ello: los estudios de progreso propuestos se diferencian en la gran cantidad de estudios existentes en que la simple comprensión no es el objetivo. El éxito del movimiento -dicen- vendrá de su capacidad para identificar intervenciones efectivas que aumenten el progreso y en qué medida sean adoptadas por universidades, agencias de financiación, filántropos, empresarios, políticos y otras instituciones. “La ‘ciencia del progreso’ está más cerca de la medicina que de la biología: el objetivo es tratar, no solo comprender”, afirman.
Diane Coyle, profesora de Políticas Públicas en la Universidad de Cambridge, subraya otro aspecto: “Es difícil que los académicos trabajen juntos a través de límites disciplinarios”. Esto sucede -comenta- porque los incentivos en los que se basa el sistema les conducen a especializarse en áreas cada vez más específicas, “de ahí la necesidad de campos interdisciplinarios” [como la ‘ciencia del progreso’ que los autores proponen].
Cowen reconoce, sin embargo, ciertas limitaciones. Por ejemplo, la dificultad de sacar conclusiones útiles de puntos de datos escasos. “No pretendemos prejuzgar el grado de certeza sobre las conclusiones sobre la mejor manera de fomentar el progreso. Pero incluso el conocimiento altamente incierto es mucho mejor que ningún conocimiento”, afirma. “Además, vemos numerosos ejemplos históricos de líderes empresariales y políticos que lograron un progreso significativo en el mundo, y no creemos que estuvieran operando de manera completamente aleatoria”, añade en respuesta a INNOVADORES.
Otra limitación es que algunas formas de progreso no son medibles. El progreso económico es más fácil de medir que el progreso cultural en la mayoría de los casos. Cowen sostiene que, incluso cuando el progreso es difícil de medir, el conocimiento cualitativo sobre el progreso puede ser muy valioso.
La principal crítica que se hace a su propuesta, sin embargo, es la del riesgo implícito de subjetividad. Pese a que los autores de la propuesta dicen no querer sentar cátedra, parte de la comunidad académica es escéptica al respecto. En un artículo en The Conversation, Shannon Dea (profesora de filosofía en la Universidad de Waterloo) y Ted McCormick (profesor de Historia en la Universidad de Concordia) aseguran: “Debemos tener cuidado con los consejos de Collison y Cowen de estudiar lo ‘exitoso’ y entrenar a los ‘brillantes’ para acelerar el ‘progreso’. Ni la historia reciente ni la más lejana sugieren que estos términos tengan definiciones neutrales. Por el contrario, a menudo han sido excusas para la expropiación colonial y la exclusión social, y en ocasiones coartadas para una catástrofe democrática y ambiental”.
En opinión de estos profesores, la misión central de las universidades es la erudición al servicio de la sociedad. “La evolución de las disciplinas universitarias -dicen- no debería surgir de los autodenominados ‘ingenieros del progreso’, sino de la investigación y la enseñanza que equilibra el optimismo y la curiosidad con el pensamiento crítico y el compromiso responsable de las perspectivas de todas las disciplinas”, concluyen.
El debate está abierto. ¿Es necesaria, entonces, una ‘ciencia del progreso’? Cowen y Collison defienden su propuesta con un alegato final: “En una era en la que la financiación de buenos proyectos puede ser difícil de conseguir, o incluso está en peligro, es nuestra obligación argumentar a favor del estudio de cómo mejorar el bienestar humano (...) Si miramos a la historia, la organización de los campos intelectuales ha importado mucho. Las áreas de estudio se han expandido enormemente desde que se formaron las primeras universidades europeas para avanzar en el pensamiento teológico. Nuestro punto, simplemente, es que este proceso no ha llegado a su fin, y que un estudio más enfocado y explícito del progreso debería ser uno de los próximos pasos”.
Ya existe una gran cantidad de trabajo académico de relevancia directa para los estudios de progreso que Cowen no niega. No obstante, dice, el concepto de ‘ciencia del progreso’ ofrece tres perspectivas distintas sobre dicho trabajo: que la investigación relevante para el progreso debería ser mucho más central en los campos y disciplinas académicas (por ejemplo, la economía de la innovación debería ser una porción mucho mayor de la economía); que favorece una perspectiva de resolución de problemas y que esto puede ayudar a redirigir fondos y a coordinar el trabajo en todas las disciplinas.