Aplicaciones variadas, sensores de temperatura, cámaras y pistolas termográficas, mascarillas que se autodesinfectan, robots que automatizan y multiplican las pruebas de PCR, drones que monitorizan espacios públicos, fabricación digital e impresión 3D… Muchas tecnologías se están aplicando a la lucha contra la COVID-19, algunas más efectivas que otras, pero todas con algo en común: llegan tarde. En la era de los teléfonos inteligentes, el big data y la inteligencia artificial, la principal arma para hacer frente a la pandemia de COVID-19 ha sido una estrategia del siglo XVII: el confinamiento.
A falta de pruebas y personal sanitario suficientes, se recurre a medidas tan dispares como una analógica cuarentena, por una parte, y aplicaciones y tecnologías aparentemente milagrosas, por otra. Arcaísmo combinado con solucionismo tecnológico del que emergen múltiples preguntas y reflexiones más allá de la pandemia: ¿Cuáles son las prioridades en la gestión? ¿Qué justifica el uso de aquellas innovaciones que puedan tener efectos negativos en la población? ¿Cómo se garantiza que las soluciones de emergencia, aceptadas como tales, no se conviertan en permanentes –como se está viendo en China- y se normalice la merma de ciertos derechos?
Tenemos, por una parte, el uso de aplicaciones para delimitar el movimiento de las personas según su estado de salud (temperatura y síntomas relacionados con la COVID-19). Por otro lado están las apps de rastreo de contactos que avisan a los usuarios de interacciones con personas posiblemente contagiadas. Para estas últimas hay básicamente dos modelos: el centralizado -en el que un servidor central recopila los datos donde se rastrean las coincidencias con otros contactos que puedan tener la enfermedad- y el descentralizado, que no recopila este tipo de datos sino que estos se almacenan en el teléfono de cada persona.
Cada país está adoptando su propio enfoque al respecto. Si bien en Asia se tiende al centralizado, Europa se inclina por la opción descentralizada, con el sistema DP-3T como bandera. Un sistema, por cierto, liderado por la española Carmela Troncoso, profesora en la Escuela Politécnica Federal de Lausana, donde dirige el laboratorio SPRING Lab de ingeniería de seguridad y privacidad. Además, el DP-3T ha inspirado la plataforma descentralizada desarrollada por Apple y Google como base para el desarrollo de aplicaciones gubernamentales interoperables de rastreo de contactos que tantos titulares ha dado.
Troncoso, sin embargo, parece no ser profeta en su tierra. En España no ha habido un posicionamiento claro a favor de una opción centralizada o descentralizada hasta muy recientemente, con el anuncio de una prueba piloto en Canarias que usará la tecnología de Apple y Google. Se desconoce, no obstante, quién desarrollará una app que nuestros vecinos llevan semanas, cuando no meses, testando y diseñando. Mientras tanto, las autonomías han contactado por su cuenta con Troncoso para avanzar en el desarrollo de la ansiada app. En el País Vasco, el centro de investigación y desarrollo tecnológico Tecnalia y la empresa Ibermática se han juntado para desarrollar la suya propia, basada en DP-3T.
Contrapartidas
En el debate sobre qué opción es la más adecuada hay que tener en cuenta múltiples factores. Primero, ¿cuáles son los objetivos y qué se prioriza? ¿Informar a quienes hayan podido estar en contacto con una persona infectada para que puedan ponerse en cuarentena o también garantizar su cumplimiento? ¿Identificar puntos calientes de transmisión? ¿Proteger la privacidad? ¿La velocidad de despliegue?
En cualquiera de los casos, es obligado para cualquier gobierno o empresa que ponga en marcha este tipo de solución justificar su decisión y explicar qué se está haciendo, por qué y cómo encaja en la estrategia global contra la lucha contra la pandemia. También hay que recordar su deber ético, y que en su cumplimiento no hay excepciones: no puedes ser 50% ético.
Otra cuestión aún por determinar es la utilidad de este tipo de aplicaciones. Para empezar, no serán útiles si no se adoptan masivamente, como ya ha demostrado el fracaso de su uso en países como Singapur o Noruega, donde apenas un 20% de la población ha usado estas apps. Esto plantea otro problema: ¿se debe entonces obligar a la población a que las use? La Comisión Europea es clara al respecto: "Es fundamental que la instalación y el uso de cualquier aplicación sea voluntaria", aseguraba su portavoz Johannes Bahrke en Euronews.
Hay también otros aspectos que supeditan la utilidad de estas aplicaciones. Tal y como señala la experta en inteligencia artificial y datos Nuria Oliver, hace falta tener capacidad para asistir a las personas en la realización de una cuarentena efectiva e, idealmente, capacidad para hacer pruebas PCR a las personas en riesgo de haber sido infectadas para confirmar el diagnóstico clínico. Por otra parte, Oliver afirma que “no podemos obviar las limitaciones de estas apps” que, además de la posible baja -y sesgada- adopción [potencialmente menor entre las personas mayores, precisamente aquellas con mayor riesgo] apunta a problemas técnicos con el bluetooth, de consumo de batería, falsos positivos, pirateo, valor epidemiológico real cuestionable, etc.
Idealmente – dice la experta- una solución tecnológica ayudaría a abordar las limitaciones del trazado manual. Este, sin embargo, sigue siendo imprescindible. “Por ello, muchos países están entrenando y contratando a miles de personas [por ejemplo en Boston, en EEUU] para hacer seguimiento de contactos manual”, señala. Los métodos digitales serán, en todo caso, un complemento.
¿Medidas permanentes?
Los planteamientos anteriores son extensibles a otras tecnologías de vigilancia en entornos laborales o comerciales, con ejemplos como las cámaras termográficas para medir la temperatura corporal que establecimientos y empresas de todo tipo planean instalar. Todo ello sin crítica alguna sobre lo que esto puede suponer en términos de discriminación y violación de la privacidad de las personas.
Estos sistemas plantean varios problemas: desvelar a terceros “que no tienen ninguna justificación para conocerlo” que alguien tiene una temperatura alta y puede tener COVID-19, según alerta la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD); las mediciones pueden ser erróneas, con un margen de error de 0,3° a 2°C; incluso siendo precisas, la temperatura de una persona puede ser elevada por múltiples motivos no relacionados con la COVID-19. Además, la medida carece de utilidad en afectados sin síntomas, puede generar una falsa percepción de seguridad y puede ser, además, ilegal. “Hay que justificar proporcionalidad y necesidad”, apunta la experta en ética y privacidad de datos Gemma Galdon, fundadora de Eticas Research & Consulting y de la Fundación Eticas.
Las aplicaciones y tecnologías anteriores podrían llegar para quedarse. Vistas las cuestionables garantías de su utilidad y los riesgos que plantean, la posibilidad está lejos de ser alentadora. “Hay que distinguir entre la respuesta a la emergencia y estrategias más a largo plazo. El peligro es que las primeras se conviertan en las segundas”, señaló Katharina Höne, investigadora sénior en Diplomacia y Nuevas Tecnologías en DiploFoundation, durante un debate online organizado por el centro de diplomacia científica y tecnológica de Barcelona SciTech DiploHub.
La preocupación de Höne se extiende y comparte estos días en múltiples esferas por lo que trasciende a la esencia misma de la democracia, por el riesgo de que Estados que hoy consideramos democráticos tomen derivas autoritarias. Kathleen Carley, profesora de Informática de la Universidad Carnegie Mellon y directora del Centro de Democracia Informada y Ciberseguridad Social (IDeaS) y del Centro de Análisis Computacional de Sistemas Sociales y Organizacionales (CASOS), considera necesario reflexionar sobre qué tipo de tecnología se quiere promover de acuerdo a la estructura de gobernanza de cada país. “No se pueden dejar las políticas en manos solo de los políticos, estas tienen que implicar a todas las partes, incluidas científicas o periodistas. Cada grupo tiene algo diferente que ofrecer y preocupaciones diferentes o puntos de vista críticos complementarios”, sostiene.
En conclusión: debemos implementar todas las herramientas que tenemos disponibles para hacer frente a esta crisis [y a cualquier otra] pero siempre teniendo claro el propósito en el marco de una estrategia general, sin violar derechos, sin dejar de lado la ética, por el bien común y garantizando el mínimo daño posible. No se trata de dar palos de ciego a ver si suena la flauta, sino de tomar medidas con sentido, justificadas y proporcionales. Aun así, hay margen de error, pero estará debidamente justificado y su daño potencial será menor si las medidas tomadas respetan los puntos anteriores. Que no se diga que no lo hicimos lo mejor posible.
El Comité Europeo de Protección de Datos (EDPB) publicaba en abril sus Directrices 04/2020 sobre el uso de datos de localización y herramientas de rastreo de contactos en el contexto de la pandemia de COVID-19. En ellas establece la necesidad de preservar la privacidad de los usuarios, que sean de uso voluntario, su requerida aprobación por la correspondiente autoridad sanitaria nacional, que los datos personales sean protegidos por encriptación y que dichos sistemas se desmantelen tan pronto como sea posible cuando ya no sean necesarios
En el debate sobre las aplicaciones de rastreo -como en muchos otros- a menudo se expone la necesidad de elegir entre privacidad y efectividad. Es un falso dilema, ya que existen protocolos seguros y privados para trazar los contagios sin necesidad de violar ningún derecho. No hay excusas, se tome la decisión que se tome.