En cierta ocasión, pregunté a uno de nuestros grandes genios en robótica, Eduardo Castelló, cómo era posible que dos países tan aparentemente distintos como Japón (mi interlocutor volvía de allí, después de una beca en Osaka) y Suiza fueran los líderes mundiales innovando con robots. La explicación, según dijo, tiene raíces sociológicas.
Cuando entre las décadas de los 70 y los 80 explotó el fenómeno de la incorporación de la mujer al mundo laboral, ambos países tuvieron que decidir a quién querían encargar determinadas tareas: a inmigrantes, o a robots. Optaron por los segundos. Y, como comentaba recientemente la periodista Marta Isern en un interesante artículo, la cerrazón nipona persiste sin concesiones: Japón sólo ha aceptado un millar de solicitudes de refugiados desde 1982, apenas 20 el año pasado.
¿Inmigrantes o robots? La Historia nos vuelve a formular ahora esa misma pregunta a una gran mayoría de países occidentales. Reino Unido trata de ahuyentar los fantasmas del Brexit alardeando de que las máquinas suplirán a la mano de obra que abandone el país, y desde el otro lado de la frontera con México dan la voz de alerta: EEUU también prefiere robotizar el campo en lugar de emplear a extranjeros.
Si en los años 80 el factor clave del cambio fue la incorporación de la mujer al mercado laboral, hoy es el envejecimiento de la población. El 19,2% de los europeos son ya mayores de 65 años (en España el porcentaje se ha incrementado en dos puntos en apenas 10 años, aunque todavía es inferior a la media: 18,8%) y la previsión es que alcance el 30% a lo largo de la próxima década. Para una sociedad como la nuestra, la gestión del fenómeno inmigratorio adquiere, por eso, un valor estratégico. No sólo desde el punto de vista social y de seguridad nacional, sino sobre todo y fundamentalmente económico.
El problema es que en nuestro país, a diferencia de Japón, Reino Unido, Suiza o Estados Unidos, parece que somos tan incapaces de aprovechar el talento que llega a nuestro suelo en forma de inmigración, ya sea regular o irregular, como de conciliar nuestro futuro con los robots. Lo cual nos lleva irremediablemente a la aporía. Porque mientras decidimos cómo nos adaptamos, como en la paradoja de Zenón, el gasto en pensiones no deja de crecer, de alejarse.
Quizás resulte más eficiente para España contemplar el fenómeno migratorio como una oportunidad (siempre que se desarrolle dentro de los cauces del orden público), y actuar del mismo modo respecto de los nuevos desarrollos en automatización, robótica e inteligencia artificial. Más nos vale, si queremos envejecer tranquilos.