Siempre he considerado a los avances de la técnica y a su encarnación en la evolución tecnológica uno de los mejores ‘sismómetros’ que miden del progreso de nuestra civilización. Y, además, uno de los instrumentos más poderosos para incrementar nuestra liberación en la vida cotidiana y, por tanto, nuestro espacio de libertad individual al respecto.
La evolución tecnología ha sido para mí, durante mucho tiempo, algo relacionado con soluciones de la técnica cada vez más poderosas y elegantes que nos impulsaban a un futuro siempre prometedor. Cada solución que nos proponían era una eficaz resolución a la función y uso que necesitábamos y a la que un nuevo artefacto (material o no) daba satisfacción, liberándonos para siempre de ese problema y permitiéndonos, a continuación, centrarnos en el siguiente. Esto me reconciliaba con el tiempo que nos ha tocado vivir. Y lo sentía así al escuchar sobre ello en persona a gente excepcional como Vint Cerf; Alan Kay; Michael Bletsas o Nicholas Negroponte; Tim Berners-Lee, Jimmy Wales; John Perry Barlow o Tim O’Reilly, y tantos otros. Sin olvidar, por supuesto, al insobornable Richard Stallman y sus críticas a la ‘corporatocracia’.
Usar la tecnología como queramos y no como ordene el fabricante
Esta visión sobre el uso que debemos hacer de la tecnología me la propuso, precisamente, el libre y rebelde Stallman, quien fue el primero que me empezó a concienciar sobre que la industria de la tecnología digital hace tiempo que se comportaba rompiendo los patrones de esa visión justa de la tecnología que supuestamente nos debería hacer más libres.
Pero, en muchos casos, la ‘corporatocracia’ digital no hacía eso, sino casi todo lo contrario. Lo mismo que ya había ocurrido con muchas industrias no tecnológicas de la era industrial cuyos ejemplos muchos fabricantes de tecnología estaban usando los mismos trucos sucios (tanto en su marketing como en sus productos) para, en lugar de hacernos ciudadanos digitales cada vez más libres gracias a la tecnología, convertirnos en realidad en usuarios cautivos y enganchados a ella, aprovechando la gran seducción de que es capaz la tecnología digital.
Y era verdad: analicé con más atención los patrones de comportamiento de las empresas fabricantes, y pude cerciorarme de que se estaba imponiendo los peores vicios de la fabricación y comercialización de la era industrial, que claramente había puesto por delante el beneficio a cualquier precio, por encima del respeto al usuario, a la propia tecnología, al medio ambiente y a la cultura del progreso técnico.
Y pude comprobar algo que el filósofo Javier Echeverría nos ha confirmado en su último libro El arte de innovar: la innovación tecnológica se puede utilizar para el bien de la gente, pero también las empresas la pueden gestionar para tratarla mal al usuario. Han desarrollado prácticas como la de que una nueva generación tecnología peor sustituya a una anterior que era mejor; comprar una empresa de la competencia que ha creado una mejor tecnología, pero no para incorporarla y mejorar la propia, sino para cerrarla e impedir con ello que los usuarios la disfruten y mejoren su vida, si con ello, a cambio, obtienen pingües beneficios.
Me lo explicó no hace mucho un alto ejecutivo de Microsoft, cuyo nombre no revelaré, a quién pregunté por qué su empresa, después de haber estado intentando desacreditar, difamar y criticar de la peor y más innoble manera durante décadas los postulados de Stallman, ahora ha abrazado el software libre con la fe del converso, hasta el punto que la mayor división de la empresa, la de tecnología de la salud, está hoy basada en el paradigma del software libre del propio Stallman. Recibí asombrado una ilustrativa explicación: “Nosotros nunca hemos tenido ‘ideología’ específica sobre el software libre; simplemente hemos hecho en cada momento lo mejor para nuestra cuenta de resultados, usando en cada momento los medios adecuados para conseguirlo”. Me quedó muy claro: la cuenta de resultados es mucho más importante que la experiencia y satisfacción de los usuarios o que las mejoras técnicas. Lo del ‘cliente siempre tiene razón’ se ha convertido en una entelequia en el mercado actual de la tecnología.
Así que la obsolescencia programada, o planificada, no la usan solamente como los ‘trileros’ de la tecnología. Por ejemplo, cuando llamas a atención al cliente para ver qué hacer cuando no funciona tu impresora y te dicen que el diagnóstico vale más del doble que la propia impresora, y te aconsejan que te compres otra. Es evidente que no le importas como usuario porque ya te tiene cautivo y te la ‘clavarán’ con el precio del tóner… En realidad, los precios ‘baratos’ de las impresoras son un señuelo porque los repuestos de tóner valen mucho más que si su tinta en polvo fuera oro puro.
Pero esto no es un invento de la informática, ya funcionaba desde la era industrial predigital. Hace décadas que los supuestos regalos de la última máquina de Gillette, incompatible con las cuchillas de las anteriores, mantienen a un vertiginoso ritmo de obsolescencia de las generaciones de producto que supera con mucho el ritmo de la mismísima Ley de Moore de la informática. Hay trampas equivalentes en todo tipo de productos de las multinacionales, pero estos fraudes a gran escala en productos y en líneas de tiempo son hoy demasiado sutiles para aparecer en el radar de las asociaciones de consumidores. Estaría bien que la ley obligara a que en el etiquetado de producto advirtiera sobre el límite de la compatibilidad y vida de uso de cada modelo en el mercado. Una etiqueta que informara sobre la obsolescencia programada del producto sería una auténtica innovación comercial.
Los mil sucios trucos de la obsolescencia programada
Los ejemplos que he puesto solo son algunos pequeños arboles de la gran selva en que se ha convertido el mundo de la obsolescencia programada, cuya diversidad es ya asombrosa y un auténtico peligro para nuestra civilización tecnológica, tanto como para la salud del planeta. La dictadura de la cuenta de resultados ha acabado desarrollando multitud de especies de obsolescencia tecnológica, todas generadas a través de trucos de la peor especia.
Pongo algunos ejemplos. Obsolescencia psicológica, generada en campañas publicitarias de los fabricantes encaminadas a conseguir que los usuarios perciban como obsoletos, o fuera de moda, los productos que funcionan perfectamente. Obsolescencia funcional ‘por defecto’, mediante trucos, por los cuales si un componente, aunque sea no esencial, falla, todo el dispositivo deje de funcionar. Obsolescencia estética, que se usa desde hace tiempo como esencia de la obsolescencia típica del mundo de la moda en la ropa, usando todo tipo de argumentos ficticios sobre el diseño o de la supuesta novedad estética, declaran a un producto tecnológico, totalmente funcional, pasado de moda como si fuera un vestido, cuya vida en vanguardia es estacional y no dura más de tres meses. Esta estrategia se está usando a gran escala en los mercados de smartphone y uno de los vectores es la ideología Instagram cuya racionalidad es nula.
Hay muchas más especies, de la selva de la obsolescencia perfectamente planificadas y premeditadas por los fabricantes con menos escrúpulos de la tecnología, que se están convirtiendo en mayoría, tantos que no cabe en el espacio de este artículo: obsolescencia indirecta; por incompatibilidad; por notificación; por caducidad… Y como ‘ginda’, citaría la obsolescencia ecológica, relacionada con el concepto pseudoecologista que persigue utilizar subrepticiamente la buena fe del consumidor que busca ser respetuoso con el medio ambiente del planeta y que se justifica, asómbrese el lector, con el abandono de los dispositivos tecnológicos antiguos, pero aún perfectamente usables, con el fin de promover compras sucesivas de nuevos artefactos, según el argumento de que los nuevos son mucho más respetuosos con el medio ambiente; o con argumentos más engañosos o perversamente sofisticados como el de mentalizar al consumidor que hoy en día los tratamientos de residuos son mucho más garantistas que antes. Como diría Stallman, la perversidad de los que promueven estas obsolescencias no puede ser más diabólica, aparte de mentirosa.
La industria tecnológica no es la que ha creado de origen la obsolescencia programada. Se usan en los mercados de las industrias mecánicas, electrónicas, biotecnológicas, alimentarias o de medicamentos, etc. De ellas ha sido alumna aventajada la industria tecnológica. Pero ninguna otra industria ha llegado a la sofisticación de sus obsolescencias programadas como la de los fabricantes de dispositivos informáticos o de software. Y la combinación reciente de la fabricación tecnológica de última generación con la moda se ha convertido en la generadora de los ‘ochomiles’ de las cumbres de la obsolescencia planificada.
Esta estrategia está llegando a ser rayana en un abuso intolerable, al punto que ha hecho incluso emerger un potente ‘movimiento global por el derecho a la reparación’, que promueve que los fabricantes de tecnología diseñen los dispositivos susceptibles de ser reparados, para evitar en lo posible generar gran parte de los residuos y la basura electrónica que acabamos arrojando. Solo recordar que tanto en el Pacífico Norte como en el Atlántico existen ya gigantescas Islas tóxicas de microplásticos y basura originadas tanto por los exceso de fabricación con la visión de la obsolescencia programada como, en gran parte, por sus ingentes cantidades de envasados plásticos.
En conclusión, lo que fueron trucos de las dictaduras de las cuentas de resultados con beneficios a muy corto plazo, olvidándose de los perjuicios a largo plazo sobre el planeta, de las corporaciones globales en general y de la industria tecnológica en particular, lleva una velocidad de crucero, a la que si no le ponemos coto, según la visión de los consumidores concienciados e innovadores -que citaba von Hippel-, acabará enterrando los océanos con vertederos de dimensiones planetarias.
Solo un cambio cultural radical que arranque desde la educación en el colegio, y unos legisladores valientes que se enfrenten a los negacionistas de la obsolescencia programada, que también los hay, podremos devolver la evolución tecnología a lo que nunca debió dejar de ser: un verdadero y positivo sismómetro del progreso y la mejor civilización, en la línea de la visión hacia la que el presidente del MIT, Rafael Reif, quiere orientar su institución: hacia hacer del mundo un lugar cada vez mejor para todos y no peor. Más les vale a nuestra generación y a las siguientes. La obsolescencia programada debería desterrarse de la hoja de ruta futura de todas las empresas innovadoras.