2016 fue un año mágico para Panamá. En solo doce meses pasó de solicitar cuatro patentes por cada millón de habitantes vía PCT (Tratado de Cooperación en materia de Patentes) a presentar 15 por cada millón de habitantes, tres veces más que en cualquiera de sus picos anteriores, cinco puntos por encima de Chile, cinco veces más que Brasil y seis veces más que México. Así lo refleja un elocuente gráfico del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF), que coloca al país en cabeza de la carrera tecnológica en Latinoamérica.

El epicentro de esta fulgurante transformación cabe situarlo sin duda en la Universidad Tecnológica de Panamá, que emergió en el Top 50 mundial de universidades productoras de patentes PCT en 2017... después de no haber solicitado ninguna los dos años anteriores, según el informe Patent Cooperation Treaty Yearly Review 2018 de la World Intellectual Property Organization (WIPO). Hay que tener en cuenta que no hay ninguna universidad española en ese prestigioso Top 50, y nuestra representación en los rankings de la WIPO se limita al CSIC que, con 61 solicitudes, aparece entre los 30 organismos de investigación públicos más destacados.

El caso de Panamá es citado en los cenáculos del capital riesgo cuando se habla de la industria de las patentes y, en general, del otro negocio de la innovación. Aunque se apuntan diversos focos geográficos y variantes metodológicas. Pese a haber sofisticado sus sistemas de control, Bruselas no sería absolutamente ajena a estos esquemas, y conforme uno viaja hacia la periferia de la UE resultaría más fácil hallar manifestaciones del fenómeno  (en realidad, si nos atenemos a algunos burdos sistemas de justificación de ayudas, con facturas de hotel, memorias explicativas y restaurantes incluidas, se diría que es nuestra realidad cotidiana). La solicitud de patente permite acceder a líneas de financiación provinientes de entidades como el propio CAF, por continuar con el ejemplo latinoamericano. Se crean empresas específicas para obtener esos fondos y desarrollar la idea, y si finalmente no acaba llegando al mercado tampoco es un drama. No se ha dejado de hacer negocio con ella. Porque el negocio son las ayudas. La fiebre de la innovación, haya o no demanda, lo soporta todo.

Estamos en un punto complejo en lo que se refiere a la finaciación de las ideas. Mientras algunos construyen una industria paralela, en Silicon Valley solo se consigue dinero para un máximo de dos años, hay que garantizar un exit favorable al inversor en ese tiempo. Y en España vamos a vivir este año el estallido, no por avisado menos traumático, de la burbuja de los business angels: los inversores se han dado ya cuenta de que era una obra sin final pese a su hermosa puesta en escena.

Eugenio Mallol es director de INNOVADORES

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