No es que el sector energético invierta mucho en innovación disruptiva en España. Las cifras que se manejan se refieren fundamentalmente a mejoras tecnológicas y de procesos, muy poca ambición en dar saltos cualitativos.
Iberdrola, por citar un caso, destinó a I+D en 2018 apenas el 0,76% de sus ingresos, en unos tiempos en los que pedimos a España que invierta un 2% de su PIB en innovación de base tecnológica, y apenas el 8,9% de sus beneficios. Presenta menos de 12 solicitudes de patente al año en la EPO, frente a las 1.300 de General Electric o las 650 de Mitsubishi Electric. Su ambicioso Plan Perseo para impulsar a startup con tecnologías potencialmente atractivas en ámbitos como las energías renovables, las redes inteligentes o la transformación digital, sólo prevé 70 millones de euros en 10 años, frente a los 1.000 millones de euros anuales de Siemens. Y cosas parecidas se podrían decir de Repsol, Cepsa y resto de nuestras energéticas, en la poca medida en que podemos decir todavía que son nuestras.
Por si fuera poco, la crisis de la Covid-19. Andan revueltos algunos laboratorios ahora con el impacto que está teniendo la pandemia sobre las decisiones estratégicas de inversión en I+D de las compañías del sector. Algún nombre relevante entre nuestra nómina de investigadores se las está teniendo con los departamentos financieros para que cumplan con sus compromisos. Pero claro, la energía se encuentra en el centro de una tormenta perfecta y en su orden de prioridades la disrupción va perdiendo interés en detrimento de la supervivencia.
Esa tormenta perfecta viene dada, en primer lugar, por una crisis histórica de la demanda. Hemos visto refinerías al borde del colapso, porque no pueden dejar de producir derivados del petróleo algunos de los cuales, como el queroseno, simplemente dejan de tener mercado con la paralización de la actividad aérea. A eso se suma la crisis tecnológica por el impulso de los planes de electrificación, en especial en el automóvil, sin que esté resuelta de forma definitiva la cuestión de la energía que moverá los motores en el futuro: si las baterías (con los problemas logísticos que acarrean determinadas materias primas) o, como sugieren con cada vez más fuerza voces relevantes del sector, el hidrógeno.
Por no olvidar la cuestión de la energía fotovoltaica, cuya productividad se ha incrementado un 80% en 10 años, un salto con capacidad para desestabilizar el mercado de la distribución de la mano de esos nuevos modelos de negocio que proponen actores provinientes de la economía digital. Porque, en efecto, las nuevas tecnologías de procesamiento, almacenamiento de información e hiperconectividad van a dar entrada también en el sector energético a nuevas voces dispuestas a castigar a las compañías que no han hecho de forma adecuada la transición digital.
Y la tormenta perfecta se despliega, por último, en un entorno regulatorio caracterizado, como me dijo el CEO de Siemens, Miguel Ángel López, por ese arranca-acelera-para de muchos gobiernos europeos, entre ellos el español, que en ámbitos como el de la energía eólica ha llegado a provocar crisis tan relevantes como las de Senvion y Enercon.
El problema es que esta catarsis del sector energético español, tan poco propenso, digo, a invertir en innovación disruptiva, va a tener implicaciones en el papel que asumiremos en la carrera por esos grandes objetivos que nos hemos planteado como sociedad, como la transición energética asociada a la lucha contra el cambio climático. «El entorno de menor precio del petróleo también obstaculiza la competitividad de alternativas energéticamente eficientes, vehículos eléctricos y baterías», observa con acierto el World Economic Forum.
"Estos desarrollos confirman los vínculos que se refuerzan mutuamente entre la transición energética y el crecimiento económico: por mucho que la transición energética sea un factor en el crecimiento económico, se necesita un crecimiento económico sostenido para la transición energética".
Eugenio Mallol es director de Innovadores