He de reconocerles, queridos lectores, un pequeño hobby que he adoptado desde que la pandemia hiciera su aparición estelar, hace ya más de un año. Así, cada vez que algún directivo se vanagloria del salto digital que la covid-19 ha propiciado, una pregunta surge de mis labios cual resorte automático: "¿Ese salto lo habéis dado improvisadamente o habéis calculado todas sus consecuencias, haciendo la planificación que en circunstancias normales hubiera llevado años?".
Quizás la repetición reste enjundia a mi cuestión, pero creo que cada vez es menos baladí plantearse este extremo. Hemos dado un salto al vacío, con empleados sin apenas formación digital en muchos casos y usando las herramientas más a mano, ni mucho menos las más indicadas. Y tampoco hemos dado tiempo a la propia industria tecnológica a absorber este pico de demanda, por mucho que se nos llene la boca al hablar de la escalabilidad de la nube o de lo fácil que ha sido irnos a un modelo de trabajo híbrido.
La prueba más contundente la encontramos con la crisis actual de los semiconductores. A los problemas propios de los parones industriales y los cortes puntuales de las cadenas de suministro, los fabricantes de los chips que incorpora cualquier dispositivo electrónico se vieron, de pronto, con un ritmo de peticiones inesperadamente alto. Todo el mundo quería comprar ordenadores para trabajar desde casa, nuevas webcams o impresoras. Hacía falta dotarse de elementos digitales para una vida digital que antaño no era tanta. Y pasó lo que tenía que pasar.
Llevamos ya más de medio año con una escasez notable de semiconductores a escala mundial. Ni los fabricantes de dispositivos informáticos, ni los de equipamientos industriales ni tan siquiera los del sector de la automoción pueden hacerse con estas piezas esenciales para sus productos.
"La escasez de chips comenzó principalmente con dispositivos de gestión de energía, de visualización y microcontroladores, fabricados en plantas que tienen un suministro limitado. La escasez ahora se ha extendido a otros equipos, y existen limitaciones de sustratos, enlaces de cables, pasivos, materiales y pruebas, todos los cuales son parte de la cadena de suministro más allá de las fábricas de chips. Se trata de industrias altamente mercantilizadas con mínima flexibilidad y capacidad para invertir agresivamente en poco tiempo".
Este diagnóstico, el más preciso que he leído hasta la fecha, corresponde a Kanishka Chauhan, analista de Gartner. Quédense con lo último que dice: el mayor problema no es la actual escasez, sino que no hay forma sencilla de revertirla a corto plazo. Instalar una fábrica de chips, con sus salas limpias y la sensible litografía necesaria, cuesta miles de millones. Formar al personal altamente cualificado necesario requiere otros tantos meses. Hay lo que hay y, al menos por el momento, la demanda seguirá superando la oferta existente.
De hecho, los analistas ya hablan de mediados de 2022 para empezar a ver la luz del túnel. En ese momento, no sólo se habrán ampliado (un poco) las capacidades de producción actuales y resuelto los problemas de stock derivados de la pandemia, sino que también se espera que haya caído la demanda hasta unos niveles más asumibles. Algunos fabricantes, incluso, hablan de 2023, curándose en salud ante posibles imprevistos que puedan surgir en el camino.
De 2017... a 1986
Para muchos, esta es una situación crítica cuyas causas estructurales son achacables a la pandemia en cierto modo. Nada más lejos de la realidad: un simple repaso a la historia nos demostrará que la covid-19 ha sido un factor coyuntural, pero que esta crisis no es más que la crónica de un desastre anunciado.
No hace mucho, en 2017, vivimos un anticipo de la actual situación. En aquel entonces, se produjo una escasez de semiconductores parecida a la que vivimos hoy, con un especial calado en el segmento del almacenamiento. En ese año, las unidades flash NAND dispararon su precio en un 17% y las DRAM en un 44% más debido a la falta de suministro. La oferta por modernizar el 'storage' no era capaz de absorber la demanda que se produjo. En esa ocasión, la crisis se encarriló un año más tarde conforme China aumentaba progresivamente su capacidad de producción.
Pero hay otro elemento clave para entender los problemas que acarrea históricamente el sector de los semiconductores: la geopolítica. Si en los años 80-90, Europa y Estados Unidos se dividían la producción mundial de obleas, ahora mismo son China, Taiwán y Corea del Sur quienes controlan la mayor parte de las plantas dedicadas a estos menesteres. Samsung, Intel y TSMC conforman el triunvirato que ha copado el mercado. Y la barrera de entrada implícita que causan sus enormes economías de escala provocan una dependencia mayúscula de estas tres compañías... y la imposibilidad manifiesta de que nuevos actores ayuden a revertir la actual escasez.
Podemos remontarnos a 1986 para asistir a la primera señal de alarma en la industria de los semiconductores. En aquel caso, no fue una crisis de oferta (apenas había demanda), sino que se mostraron las cartas de la geopolítica en torno al control de un segmento de negocio que todos querían y que, finalmente, acabó en solo tres manos.
En ese año, Japón y Estados Unidos enterraban el hacha de guerra por un conflicto económico que tenía al 'dumping' nipón con sus semiconductores como protagonista. EEUU se dio cuenta de los problemas derivados de una dependencia de este país en un nicho tan pujante como este, incluso antes de la irrupción de la informática personal a gran escala. Una pugna política que se resolvió con un acuerdo en el que los estadounidenses se aseguraban el 20% del mercado interno en Japón para sus fabricantes.
El trato fue posteriormente declarado parcialmente ilegal y renegociado en 1991. Pero supuso una doble lección de la que no hemos aprendido demasiado treinta años más tarde: ni el liberalismo absoluto -materializado en este caso con el 'dumping' nipón- ni las medidas proteccionistas -como asegurar una cuota de mercado fija sin importar la calidad técnica ni la capacidad de producción- nunca son la respuesta.
Hoy en día, con una cadena de suministro globalizada y en la que la búsqueda del menor coste nos ha llevado a deslocalizar toda la producción de semiconductores hacia Asia, queda más patente si cabe la necesidad de encontrar ese camino intermedio.