¿Alguien se imagina cómo hubiera sido la pandemia antes de internet? ¿Qué hubiera ocurrido con la formación de millones de jóvenes? ¿Hasta qué nivel se habría paralizado el empleo? No podemos quejarnos de la existencia de las nuevas tecnologías, que aportan ventajas incuestionables, pero ha llegado el momento de prestar atención a sus efectos secundarios.
Es ahora cuando debemos analizar los daños colaterales de una dependencia de internet que deja en un segundo plano la relación personal, el toque humano. Es el momento de atender esa fiebre adolescente por aparecer o figurar en pantalla, causando frustración a quienes no presentan ese atractivo virtual. Es la hora de atender la salud mental de personas que han debido teletrabajar y atender a sus niños durante jornadas de 16 horas.
Las personas más débiles, por juventud, pobreza o formación, son las más expuestas a todos esos daños colaterales de internet y las redes sociales. La rapidez con que se han extendido nuevas prácticas y nuevos negocios hace que legisladores y jueces, en muchas ocasiones, no lleguemos a tiempo para frenar determinados excesos.
Antes que político soy padre e ingeniero de Telecomunicaciones y puedo asegurar que nos encontramos ante retos éticos, morales, tecnológicos y normativos como nunca habíamos tenido antes. El nivel de individualismo y soledad es creciente, con todos los problemas que conlleva a largo plazo. Por eso creo que esta nueva ola tecnológica no puede ahogar la vertiente humana, debemos recuperar siempre a la persona en el centro de cualquier avance.
Las personas para ser felices necesitamos socializar, abrazar, reír, tener amigos en quien confiar, una familia a la que amar y proteger, con un entorno seguro, en donde no se abandona a nadie. No podemos perder eso.
En esta sociedad postpandemia tenemos un Gobierno soñando en el mundo de 2050, sin ser consciente de que la sociedad real está cambiando radicalmente. Hasta mis hijos saben que no puedes ver los dibujos animados si no has acabado los deberes de hoy. No es el momento de aventurar un futuro lejano y sí el de ajustar los mecanismos de un presente en constante transformación.
Antes de internet los límites entre una cocinera amateur y una profesional eran claros. ¿Qué ocurre cuando una app te permite encargar la cena a una vecina? ¿Cuál es el precio que determina la profesionalidad o el número de encargos? ¿Y con un joven ciclista que se apunta a llevar paquetes un día a la semana?
Controlar todo hasta impedir la iniciativa es un error, pero dejar las tecnologías al arbitrio de un algoritmo económico es una catástrofe. Y da la sensación de que muchas empresas han perdido el norte de su identidad, con un tipo de innovación ajena a la repercusión social.
La innovación tecnológica no puede ser solo una agregación de nuevas máquinas y protocolos inteligentes. Una de las tareas de los próximos años es entender que si no ayudan al enriquecimiento personal y al núcleo familiar, están fallando. La transformación digital debe venir acompañada del respeto a la dignidad de cada persona.
*** Javier Puente es Senador del PP por Cantabria y portavoz de Transformación Digital