¿Qué es el dinero? No sé si es la mejor idea comenzar un artículo con una pregunta metafísica, pero creo que entenderán por qué lo hago. Si se la pudiera hacer a mi abuela, que en paz descanse, me respondería sin dudar que “los billetes y las monedas”. Ella, una mujer analfabeta, como por desgracia era la mayoría de las que nacían en nuestro país a principios del siglo XX, nunca tuvo cuenta corriente, ni sabía nada de política monetaria, y escondía los billetes en el bolsillo de su mandil del que nunca se despegaba o debajo del colchón.
Si ella viviese y le contara que quiero invertir en criptomonedas, pues dan mucha rentabilidad y me protegen de la inflación, seguramente me diría: “Hijo, recuerda que nadie da nunca un duro a cuatro pesetas”. Pongo este ejemplo a propósito, no con ánimo de asustar a nadie, sino como mejor exponente de una realidad que a veces obviamos: la pésima cultura financiera de la mayoría de la sociedad.
No me considero un experto en el mundo cripto, aunque leo a diario sobre su evolución, me empapo de contenidos con una selección de newsletters y blogs de la gente que está trabajando en el sector, y trato de aprender y comprender toda su complejidad (como buenos ejemplos en nuestro país recomiendo las newsletters de Samuel Gil o Cristina Carrascosa). Pero como viejo profesor de teoría económica todavía recuerdo algunas enseñanzas que nos brinda el estudio de la historia económica. Siempre digo que muchas catástrofes se podrían evitar si leyésemos más Historia, al menos como condición necesaria, para que fuera suficiente deberíamos además sacar lecciones y enseñanzas, pero eso es otro cantar. Trataré de explicarme en lo que resta de artículo.
Todo esto viene a cuenta de un debate cada vez más intenso en nuestra opinión pública: ¿Las criptomonedas son dinero? ¿Deberían los países aceptarlas como monedas de curso legal? ¿Qué va a pasar en el futuro con ellas?
Yuval Harari —el archiconocido autor de Sapiens— dice que “la única ficción que funciona en todas las culturas es el dinero, pues es el correlativo de confianza mutua más poderosa que existe”. Harari tiene la tesis de que los humanos hemos progresado civilizatoriamente porque hemos sido capaces de contarnos historias y, al mismo tiempo, conseguir que mucha gente a la vez creyera en ellas. Y es que el dinero es sólo eso: una bella historia que nos hemos contado. De ahí que nadie debería extrañarse que una nueva generación esté construyendo con herramientas tecnológicas muy poderosas otra historia del dinero. ¿Conseguirán que cientos de millones de personas crean en ella?
Cuando yo le preguntaba a mi abuela que por qué creía que el papel que me daba de pequeño y que llevaba impresa la expresión 100 pesetas valía eso mismo, siempre me decía: “Me lo han dado en el banco, y allí es donde está el dinero”. Era una creencia. Pero sobre todo indicaba un enorme depósito de confianza. La confianza es el valor intangible que sustenta todo este cuento del dinero que hemos creado los seres humanos de la nada. De hecho este es el principio que da nombre al llamado dinero fiduciario, pues depende de la confianza que le otorguemos. Obviamente mi abuela desconocía el papel de los bancos comerciales en la creación del dinero bancario, mucho menos el de los bancos centrales a la hora de emitir y dar respaldo a una moneda.
Si le preguntásemos a un inversor o a un emprendedor del mundo cripto qué es el dinero, nos contaría la historia de una manera bien distinta, y nos empezaría a hablar en una terminología muy compleja, sólo apta para un reducido número de personas en este planeta: blockchain, tokens, NFT, criptomonedas, Coinbase, ICO, minería, Ethereum, bitcoin, etc.
Un ecosistema cada vez más potente que corre por encima de una infraestructura tecnológica conocida como blockchain y que, a través de tokens, proveen a la sociedad de un creciente número de servicios innovadores. Es verdad que en la opinión pública mayoritaria sólo se habla de criptomonedas digitales con las que se puede ganar mucho dinero invirtiendo en ellas (sobresaliendo el bitcoin como la más reconocible).
Invertir en criptomonedas ha pasado de ser algo propio de unos pocos techies a una actividad cada vez más numerosa. Y, de hecho, ya podemos encontrar en la calle quioscos donde hacerlo, sin necesidad de entrar tú mismo en internet. El contexto lo permite, el enorme desarrollo de la tecnología y el creciente número de compañías y startups que operan en el sector así lo demuestra.
Reformulando la pregunta inicial: ¿Una criptomoneda es dinero? ¿Podrá un sistema descentralizado de miles y millones de nodos formados por ordenadores y algoritmos sustituir a los bancos centrales y comerciales en sus funciones actuales?
Hay dos posiciones extremas: la primera es la de aquellos que, desde una concepción libertaria, consideran que los gobiernos no pueden seguir decidiendo qué es dinero legal y qué se puede o no hacer con él. Incluso van más lejos: la sociedad haciendo uso de su libertad puede crear su propio sistema monetario en paralelo, o sustituir al actual. Y la segunda, la de las grandes instituciones financieras públicas y privadas que tratan de poner coto a la idea, pues básicamente se les ponen los pelos como escarpias sólo de pensarlo. Va siendo hora de sentarse todos en una mesa a ver cómo se pueden arreglar las cosas.
El dinero, en su formato actual, fue absolutamente decisivo para poder desarrollar una economía capitalista y también supuso el asentamiento de los Estados Nación. Para ello el dinero tuvo que llegar a cumplir cuatro funciones, hoy ya consideradas clásicas: como depósito de valor, como instrumento de cambio, como medio de pago y también como reserva de riqueza.
Parece que, de momento, las criptomonedas sólo pueden servir como depósito de valor y como reserva de riqueza (es verdad que a cambio de asumir un alto grado de riesgo), y también en contextos muy reducidos como instrumento de cambio, por lo que deberíamos en propiedad hablar más de cuasi-dinero, como pasa con otros instrumentos y derivados de la economía financiera. Sería preciso dejar de hablar de criptomonedas, pues en puridad son criptoactivos.
Pero es indudable que la comunidad cripto aspira a otra cosa. Desde su Ethos libertario, la pretensión va mucho más allá de vivir permanentemente en el mundo de una oscura cueva (recordemos que la expresión cripto, etimológicamente hablando proviene del griego y quiere decir oculto, escondido bajo otra cosa).
¿Llegará un momento en que miles de millones de personas acaben creyendo que las criptomonedas son dinero y así lo reclamen a los gobiernos? He de confesar que me debato entre el escepticismo y el nunca se sabe. Aunque yo, por lo pronto, quizás cambiaría el nombre a todo el tinglado, la palabra cripto no sé si es la mejor para afrontar una gran batalla por el sentido de este relato.
Hay una fiebre cripto que llega a todas partes: recientemente el presidente de El Salvador anunció un proyecto legal express para que ha permitido que el bitcoin se convierta en moneda de curso legal en el país. Sinceramente, viendo los antecedentes de este mandatario y conociendo la situación de un país —al borde de estar considerado un Estado fallido, sin moneda propia, y con inmensa mayoría de la población en situación de pobreza y donde sólo la mitad de las personas tiene acceso a internet de mala calidad— no creo que sea el mejor augurio para el éxito futuro de esta titánica empresa.
Los Estados ya han reaccionado y están trabajando en la creación de stablecoins o monedas digitales públicas. China está muy adelantada con la suya y Estados Unidos y la UE no tardarán mucho, pues está en juego no sólo el equilibro financiero internacional sino todo el sistema de poder geoestratégico en nuestro planeta como brillantemente señala Carlos Ruíz en este artículo. Hasta nuestro gobierno parece tener la intención de crear una criptomoneda pública, aunque me temo que es una iniciativa que nace ya coja puesto que la política monetaria hace tiempo que la descentralizamos hacia arriba: el BCE se encarga de estas cosas.
El mundo cripto diría que esto es lo de siempre, no es un sistema descentralizado como el nuestro, y sí, llevan razón, pero es que los Estados no se van a quedar quietos, menos si son autoritarios como el chino.
No es baladí que los bancos centrales y las autoridades monetarias tengan reservas respecto al papel que pueden llegar a jugar las criptomonedas. Preocupan su extraordinaria volatilidad, los movimientos especulativos que arrastran, la preocupación de que sean utilizadas por ciberdelincuentes, etc. Por ese lado, hay que comprender su cautela, pero por otro hay que pedirles también que afronten una realidad y reconozcan el lado positivo de esta innovación.
Hoy por hoy es difícil pensar que los Estados vayan a permitir que existan criptomonedas que sirvan como monedas de curso legal si no están respaldadas ni por un banco central, ni por las divisas de un país, ni por ningún tipo de garantía que otorguen una cierta estabilidad. El dinero es para la economía, y por tanto para la sociedad, como la sangre para el sistema circulatorio. Sin el monopolio de control de la emisión de dinero, los Estados Nación, tal y como los conocemos, con sus virtudes y defectos, no existirían. La Humanidad ya experimentó en otras etapas lo que significaba que cada señor feudal emitiera su propia moneda, no es la primera vez que esto ocurre.
Desde un presente relativamente estable —aunque pensamos que nuestro mundo está lleno de problemas, nunca hemos vivido mejor ni en condiciones más saludables y seguras— donde damos por supuesto cosas tan extraordinarias y tan novedosas para generaciones anteriores como que los supermercados estén llenos de miles de productos variados o que el agua que sale por el grifo a cualquier hora sea potable, es fácil decir que los ciudadanos somos libres para emitir monedas con las que comunicarnos y relacionarnos.
Hay un viejo supuesto en economía, el ceteris paribus, que aplicado al caso nos diría que si adoptáramos las criptomonedas como monedas de curso legal todo seguiría igual o incluso mejoraría. Tendemos a pensar que cambiando una sola variable el resto del sistema permanecerá constante, y no es así. Todo el sistema monetario se asienta en un arcano que engloba no sólo cuestiones técnicas, sino también políticas y psicológicas: está vinculado a una simbología.
Alemania sólo estuvo dispuesta a renunciar al marco por el euro cuando obtuvo el beneplácito del resto de países comunitarios de que las reglas del euro iban a ser las mismas que marcaba el Bundesbank con el marco alemán. Para Alemania el marco no era sólo su moneda o una divisa de referencia: era su mejor activo como país durante décadas, tenían todavía muy presentes la hiperinflación de 1923. Por eso hay quienes piensan que la estabilidad y progreso de los que disfrutamos hoy en día no sólo no se verían mermados sino que se acelerarían si cambiásemos el sistema monetario, pero no estoy tan seguro de que esa sociedad utópica no acabara caminando más bien hacia una distopía imposible de imaginar desde el presente. Reconozco mis dudas al respecto.
En cualquier caso, las bondades de todo un ecosistema de innovación que está creando la comunidad cripto, que van mucho más allá de ver las criptomonedas como dinero o como inversiones, por sí solas se han ganado ya con creces que sean tomados en cuenta sus postulados para ciertas mejoras sociales y económicos. Y ahí creo que los gobiernos y las autoridades monetarias no están siendo ecuánimes.
La sociedad va a necesitar, más pronto que tarde, que las autoridades públicas y monetarias europeas y nacionales se sienten a hablar en serio con los agentes del ecosistema cripto, aunque sólo sea para tratar de comenzar a entenderse mutuamente. Quizá ha llegado ya el momento de hacerlo antes de que la situación tome otro cariz y alguien apriete el botón rojo.
Ni los Estados van a abandonar su monopolio monetario, ni el sistema cripto va a dejar de evolucionar y ganar adeptos, por ello vamos a necesitar una regulación inteligente al respecto. Hay en marcha una propuesta regulatoria en el ámbito comunitario, sí, pero no sé si hay una conversación entre los dos mundos a altura del desafío. Por mi parte, como profesional de los asuntos públicos estaré encantado de aportar mis mejores capacidades a esta conversación. No podemos seguir sin una mesa de diálogo entre estos dos mundos aparentemente tan separados entre sí.
***Agustín Baeza es director de Asuntos Públicos de la Asociación Española de Startups y coordinador del Grupo de Economía Digital en APRI (Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales)