Desde el pasado verano, no hay día que no amanezcamos con alguna supuesta novedad relacionada con el metaverso. Se menta este concepto hasta la saciedad, desde analistas reciclando sus previsiones para la realidad virtual a este nuevo mundo a 'gurús' prometiendo el oro y el moro sin un sólo caso de uso contante y sonante. También las compañías se han subido al carro de lo 'meta': como ya criticamos en estas mismas líneas, ahora cualquier desarrollo tecnológico puede recibir el apelativo de moda para así ganarse el favor del Respetable.
Es obvio que toda esta fiebre ha sido catapultada por el cambio de nombre de Facebook a Meta. Y así lo demuestran los datos: Stephen Moore recogía esta semana en su blog el dramático y rápido hundimiento en el interés de la sociedad por el metaverso desde el boom que supuso la decisión de Zuckerberg en 2021. El público mantiene una paciencia limitada, sujeta a hechos e innovaciones que pueda aplicar en su vida cotidiana, que puedan cambiarlo todo. Y, hoy por hoy, lo que han dado a conocer por metaverso puede ser tecnológicamente muy interesante, pero carente de un catalizador que invite a su adopción masiva.
Según con quien hables en los mentideros de la industria, las visiones son dispares. Hay algunos fervientes creyentes de que el metaverso será la siguiente gran revolución, si bien no pueden explicar cómo o en qué se materializará. El paralelismo con creer a a pies juntillas en una deidad, todopoderosa como puede ser la combinación de RV, NFT, blockchain y cualquier otra tecnología imaginable, es más que pertinente.
Luego están los que, como Santo Tomás, no creen en nada de esto salvo que puedan meter su dedo en la llaga. Y, en este grupo, lo que produce el metaverso es hartazgo (conste en acta que yo he propuesto al equipo tomar un chupito cada vez que leamos esa palabra en una convocatoria o nota de prensa, pero la idea fue descartada para evitar lavados de estómago innecesarios) e incredulidad.
Incredulidad ante el 'hype' que está generando una tecnología que hoy por hoy no deja de ser una amalgama de innovaciones ya preexistentes, de compendios de ilusión y burbuja -recordemos los intrínsecos lazos que algunos establecen con las cripto-, de tratar de quitarse el mal sabor de boca de dos olas de realidad virtual fallidas... ¿Cómo es posible que no deje de hablarse de algo cuya mera concepción es tan amplia y difusa que no es tan siquiera realizable?
Una posible respuesta, al menos en parte, a esta cuestión tiene que ver con un fenómeno natural de la digitalización: las etapas de madurez de la tecnología. Como muestra visualmente cada verano Gartner, toda tecnología pasa por un ciclo de expectativas sobredimensionadas para luego aterrizar en un valle de consolidación. Es en esta etapa, la menos 'sexy' pero la realmente transformadora, en la que nos encontramos actualmente.
Hagan memoria: en la última década hemos asistido al despertar de la nube pública, la explosión definitiva de la inteligencia artificial, de la omnipresencia de dispositivos conectados y la omnicanalidad, del comercio electrónico y de nuevas formas de consumir contenidos digitales. Prácticamente cada aspecto de nuestras vidas -y de las empresas y gobiernos- ha cambiado exponencialmente durante estos últimos años. Pero, como decimos, después del alzamiento sin igual de tamaña innovación, ha de seguir un período más comedido en el que asentarla, corregir sus fallos y sentar las bases de la siguiente gran ola disruptiva.
El problema es que ni a las empresas tecnológicas ni al gran público -y mucho menos a determinados medios de comunicación sensacionalistas- les interesan estos momentos de consolidación. Necesitan algo nuevo, saber que la rueda sigue girando y que las mentes brillantes del mundo siguen dando vida a nuevas ideas -como si en algún momento se interrumpiera esa magia-. Por ello hay que buscar algo que justifique el interés, algo que mantenga la atención aunque finalmente caiga en el baúl de los malos recuerdos. ¿Es ese el rol que debe jugar el metaverso, el de una gran cortina de humo? Saquen sus propias conclusiones.
Por lo pronto, y mientras que no haya un caso de uso claro que motive al metaverso, deberíamos hablar con propiedad y evitar tildar a este grupo de tecnologías como una 'innovación'. Una innovación exige que cualquier invención pueda convertirse en modelos de negocios concretos, capaces de hacer cambios constructivos. El metaverso, hoy por hoy y atendiendo a las definiciones ofrecidas por el economista austriaco Joseph Schumpeter en 1939, no deja de ser una mera invención, un producto de la creatividad intelectual de alguien.