Esta semana, la Unión Europea daba muestra de su último ejercicio de fuerza en la arena tecnológica: obligará a todos los fabricantes de dispositivos electrónicos a usar cargadores comunes, concretamente el USB tipo C. La lectura inmediata es que supone un contratiempo considerable para Apple, hasta ahora el principal defensor de las ventajas de sus desarrollos propios. Pero la lectura amplia va más allá.
Se expone en muchas ocasiones que el rol del Viejo Continente en la disputa digital se ha quedado anquilosado, difuso e incluso irrelevante. Las propias instituciones comunitarias han reconocido esta posición de debilidad ante los grandes polos de innovación llegados de Occidente (EEUU) y Oriente (China). La antaño potencia comercial y técnica de Europa queda en un segundo plano. Aunque, por suerte, desde estos lares hemos reconocido la situación y encontrado una particular vía para asentar nuestra posición: la regulación.
Lo de los cargadores es sólo el último ejemplo en una larga lista de propuestas que han devuelto el interés en la propuesta tecnológica europea. El primero de esos golpes de efecto lo encontramos en el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR, por sus siglas en inglés).
La norma, aprobada en 2016 y en vigor desde 2018, sirvió no sólo para devolver la importancia a la privacidad y la gestión de la información por parte de las compañías y colosos digitales; también fue una brújula moral que condicionó las políticas de datos en todos los lugares del mundo. Desde Latinoamérica hasta Oriente Medio, pasando por estados norteamericanos como California: todos imitaron ese GDPR surgido en Europa.
De nuevo, tampoco es algo excepcional. Aún sin concretar en normativas concretas, la imposición de los valores europeos y humanistas en el uso de la inteligencia artificial ha servido de vara de medir para establecer estrategias y políticas a mayor escala en todos los países del mundo. ¿Recuerdan los códigos de autorregulación en el uso del reconocimiento facial, primero, y su moratoria, después? Agradecimientos indirectos a Bruselas.
En torno a la manida soberanía digital, e incluso considerando lo descafeinado y rebajado del proyecto Gaia-X en la actualidad, Europa también ha reabierto el debate sobre la capacidad de los territorios por controlar lo que sucede en la arena tecnológica dentro de sus dominios. Lo mismo que con la llamada 'tasa Google', impulsada por Francia y aceptada de manera amplia luego por la OCDE, con la que Europa ha redefinido la fiscalidad para el siglo XXI.