Estos últimos días una frase se repite sin cesar en las conversaciones, correos y llamadas que voy teniendo: eso lo dejamos ya para septiembre. En mi juventud dejar algo para septiembre era sinónimo de haber suspendido alguna asignatura durante el curso, lo que obligaba a torturarte durante el verano entre libros y apuntes, mientras la felicidad que otorgaba el dolce far niente se te negaba como una especie de castigo divino.
En realidad, yo traía a cuenta el asunto del asueto del verano porque no nos vendría mal que nuestros gestores, administradores y dirigentes hicieran una concienzuda reflexión veraniega sobre sus quehaceres varios. Detecto una creciente y excesiva inflación del discurso en torno a planes, programas y estrategias sobre la digitalización, la innovación y otras armas secretas que nos van a llevar, a juicio de nuestros gobernantes, a ese Nirvana anhelado, donde el maná caerá del cielo y España será campeona mundial de tantas y tantas cosas.
Suelo decir con frecuencia que un mal de honda raíz histórica en nuestro país es la fuerte propensión de nuestros dirigentes a sufrir lo que yo denomino “Ataques de Historia”. Sí, ya saben: alguien presenta un plan o programa o ley, y automáticamente le ponen el apellido de histórico, y si me apuran, el orador, creyéndose cabalgando el lomo de un caballo alado, se acaba comparando en el mismo momento con los Reyes Católicos o el emperador Carlos I o cualquier personaje mitológico de nuestra Historia.
El efecto de ese discurso hormonado suele ser bastante pobre en términos de impacto, por no decir que la utilización constante del término histórico ha degradado a tal magnitud dicho término: ya nadie se inmuta al escucharlo o leerlo por enésima vez en la semana.
El último de los casos que ha cobrado más relieve lo ha protagonizado nuestro ministro de Exteriores, que no sólo ha calificado de histórica la cumbre de la OTAN celebrada en Madrid la semana pasada, sino que la ha comparado con la caída del Muro de Berlín. Desde luego, en mi barrio estos días no se habla de otra cosa.
El problema de elevar todo evento o circunstancia a la categoría de histórico es que cuando se toma alguna buena medida o se anuncia un plan que sí es novedoso, suelen pasar desapercibidos en medio del ruido insoportable de exégetas propios y ajenos.
Por eso quiero aprovechar esta columna de despedida antes del verano para rogar a nuestros gestores y dirigentes que reflexionen este verano en torno a este vicio tan suyo, como español. También les pediría que redujeran el número de anuncios de esos planes, programas y estrategias de digitalización, de transformación y de innovación. Quizá sea mucho pedir. Pero España va a morir de tanto éxito más pronto que tarde, y eso al final será contraproducente, qué duda cabe, aunque se haga en nombre de la digitalización.
En las últimas semanas he asistido y participado en diferentes eventos donde se hablaba de estas temáticas entre representantes públicos y del sector privado. En todos ellos se advierte el mismo desarrollo: discursos eufóricos, llenos de proclamas, que poco más o menos nos anuncian el paraíso en la tierra, para luego pasar al llamado café de networking en el que todos los participantes, unos más atrevidos, otros menos, comentan lo alejado que están de la realidad las frases impactantes que aparecen en los 'Powerpoint' que se proyectan, o que emiten los intervinientes con evidente sobredosis de épica.
Tengo la creciente sospecha de que da igual lo que digas en estos encuentros, porque el papel lo soporta todo, el 'Powerpoint' aún más, y las audiencias anestesiadas con tanta acumulación de pompa grandilocuente ni les cuento. Es la liturgia obligada de estos eventos, se dice cómo justificación. Como si todo el mundo asumiera que allí no se va a escuchar o a dialogar, sino a representar un papel, cada uno el que le corresponde, intentando no incomodar en exceso, no vaya a ser que la próxima vez te apunten la matrícula.
A los hechos me remito: después del anuncio expectante viene la obtusa realidad a encarnarse y dejar desnudo al emperador, pero entonces ya da igual, porque la opinión pública y publicada andan engarzadas en nuevas proclamas y anuncios de postín.
Para muestra un botón. Hay un asunto que ha pasado casi desapercibido en las últimas semanas, y de manera sorprendente, si tenemos en cuenta los ríos de tinta que provocó hace dos años.
A primeros del pasado mes de junio conocimos que la Agencia de Protección de Datos había expedientado al gobierno porque la mítica Radar Covid (se acuerdan de ella, ¿verdad?) había violado nada más y nada menos que ocho artículos del Reglamento General de Protección de Datos. Como el Reglamento no prevé la imposición de multas al sector público por este tipo de faltas, pues es como si no hubiera pasado nada. Pelillos a la mar que decían los clásicos.
Repasen si tienen curiosidad las declaraciones de altos cargos del gobierno durante 2020 cuando se estaba lanzando dicha app y entenderán mejor la metáfora que he utilizado antes sobre los Ataques de Historia. Dicha herramienta costó 4,2 millones de euros, y apenas detectó el 1% de los casos de covid que se produjeron, pero lo más impactante, a mi juicio, es que semejante dislate no suponga ceses, dimisiones, algo, no sé. Yo ya me conformo con una disculpa, siquiera sea con la boca pequeña. Tampoco pedimos grandes sacrificios.
Ahora estamos inmersos en una nueva ola de grandes alegatos sobre las bondades de varios proyectos, desde el famoso kit digital, pasando por el liderazgo de España en inteligencia artificial , en derechos digitales, la búsqueda incesante del Santo Grial de la soberanía tecnológica, o distintas leyes (la ley 'Crea y crece' que se vendió como la clave para el impulso del crecimiento del tamaño empresarial y que ha pasado sin pena ni gloria, generando una enorme decepción en las asociaciones empresariales es un buen ejemplo de esta tendencia a la grandilocuencia; o la ley de startups que comenzará su debate en septiembre en el Congreso). Uno está ya más que acostumbrado a estos discursos excesivos, pues ha sido antes cocinero que fraile, pero creo que, honestamente están traspasando el límite de lo razonable en cuanto a exageraciones se refiere.
Existe una brecha cada vez más grande entre los anuncios que se hacen y la realidad que se pretende transformar o modificar a mejor. Y me temo que después del verano y con la cercanía al nuevo ciclo electoral esa brecha no va a hacer otra cosa que ampliarse. Así no se puede seguir. No se puede construir un proyecto de país serio con semejante cisma entre lo que se dice desde instancias oficiales y la percepción de las personas, de los emprendedores, de las empresas y de las organizaciones representativas que escuchan, a veces estupefactos, otras asintiendo esperando a ver qué les cae.
Claro que hay que razones para apelar al optimismo; claro que tenemos activos como país que hay que poner en acción adecuadamente; claro que si existe colaboración público-privada podremos ir más lejos. Pero un poco de contención, señoras y señores. Si hiciera el ejercicio de poner uno detrás de otro los discursos que he escuchado en las últimas semanas, podría llegar a pensar, y no es exagerado decirlo, que España va a convertirse poco más o menos en el Imperio que fue durante el siglo XVI en donde no se ponía nunca el sol.
Alguien debería decir a los oradores que lo más difícil de la gestión pública es estar a la altura de tus propias palabras. Y la primera recomendación siempre en estos casos es ser algo comedidos en cómo se presenta la información de los proyectos en los que estás trabajando. Humildad. Cuando importa más el poder que el impacto real de lo que haces suelen pasar estas cosas.
De manera sibilina se nos anuncia que aprovechemos bien el verano, pues estamos a las puertas de un invierno que va a ser doloroso y duro con grandes nubarrones geoestratégicos que van a traernos las siete plagas. Mientras en Alemania el gobierno está llamando a sus ciudadanos a hacer acopios de alimentos por la crisis energética a la que se van a ver abocados, y el gobierno francés ha promulgado una ley de “economía de guerra”, aquí seguimos con muchos mantras biempensantes, como si repetir muchas veces la palabra digitalización fuera una especie de conjuro mágico.
La crisis energética debería ser como un cable a tierra. Sin energía no somos nada, ni podemos sostener el modelo civilizatorio que hemos creado. Ahora resulta que nos hemos dado cuenta de que el gas es más importante que el bit. A mí últimamente me preguntan mucho por eso que se llama “el invierno inversor”. No sé qué piensan hacer sus señorías este verano, pero yo les pediría que no lo dediquen a perder el tiempo, ni a desconectarse. Por el contrario: conéctense lo más fuerte y profundamente que puedan a sus responsabilidades. Ya no les digo que dejen de pensar en las próximas elecciones y piensen en las siguientes generaciones, simplemente les digo que hagan discursos para audiencias adultas.