Ansiedad, estrés, depresión, esquizofrenia, psicosis, anorexia y bulimia nerviosa, síndrome de Gilles de la Tourette, TDAH… Son más de 400 trastornos mentales los que hoy día se recogen en el capítulo V de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11) de la OMS y que afectan de manera temporal o crónica a miles de personas en el mundo incapacitándolas para su desarrollo personal, familiar, social y profesional.
En 2019, una de cada ocho personas padecía un trastorno mental en el mundo, lo que suponía estar hablando de 970 millones de personas que se veían afectadas de manera muy severa en su día a día. Con la pandemia por covid-19 y el consiguiente estado de confinamiento en casi todas las regiones, estas cifras aumentaron significativamente, especialmente los casos de ansiedad y depresión, derivando muchos en conductas autolesivas o, incluso, autolíticas.
Este mismo año, según el V Estudio de Salud y Estilo de Vida, de Aegon, casi el 90% de los encuestados afirma haber sufrido algún síntoma de depresión y ansiedad, aunque la mayoría no ha tomado ninguna medida para resolverlo… Y muy preocupante es el aumento de casos de niños, adolescentes y jóvenes.
Pero lo más tremendo es que, aún hoy, cuando ya estamos en el siglo en el que hemos alcanzado muchos de los derechos sociales por los que se llevaban luchando décadas, las personas que sufren alguna patología o enfermedad mental siguen estando estigmatizadas socialmente no disfrutando siquiera con la protección y atención sanitaria que debieran.
Por todo ello y por todos ellos, sí, hoy, Día Mundial de la Salud Mental, debemos alzar la voz y hablar de Salud Mental.
Dentro de todas las posibles causas que pueden determinar la aparición de un trastorno, los profesionales sanitarios nos hablan, en la mayoría de las ocasiones, de la multicausalidad, siendo los factores más comunes el genético, las lesiones cerebrales, los desajustes químicos en el cerebro, las experiencias traumáticas y, por supuesto, el consumo de sustancias. Pero, además, hay un alto porcentaje de casos de patología dual, es decir, de pacientes que sufren simultáneamente una adicción y un trastorno mental.
Cuando hablamos de adiciones, mayoritariamente pensamos en sustancias como el alcohol, el tabaco, el cannabis, la cocaína o las anfetaminas, pero, desde finales del siglo XX, se han ido desarrollando estudios sobre la afección de las adiciones comportamentales donde no hay una sustancia como desencadenante. En este caso, la persona pierde el control sobre una actividad, la cual llega a ocupar su vida de una manera compulsiva, aún sabiendo que le reporta efectos negativos y perjudiciales.
Aunque aparezcan en alguno de los dos manuales de enfermedades mentales por excelencia (DSM-5 o CIE-11), hoy día el que cuenta con el total consenso de la comunidad científica es el trastorno por juego de azar y no tanto el de videojuegos, por no contar con el elemento más importante al igual que lo tiene la adicción a las sustancias: la incertidumbre (Prof. Dr. Juan Francisco Navas).
Y si los profesionales no se ponen de acuerdo sobre si el uso abusivo de los videojuegos debe considerarse como un mal hábito o como una adicción, y lo que ello supone: asignación de partidas presupuestarias para la prevención, atención y tratamiento de esta patología (en detrimento de que puedan reasignarse a otras con una mayor prevalencia y necesidad de atención sanitaria), pues imaginemos con las mil y una que han ido apareciendo en los papers, lo que pueda ocurrir…
Y es que, aunque ya estemos más que acostumbrados a ver en las noticias titulares como ‘la adicción al móvil o a las redes sociales’, podemos encontrar literatura científica sobre adicciones a los selfies, a comer papel higiénico o hasta a bailar el tango… Sí, ¡el tango!
Por ello, lo que debemos pensar es que, aunque un ‘uso abusivo o excesivo’ de la tecnología pueda ser parte o causa de un problema de salud mental e, incluso, necesitar tratamiento profesional, ese comportamiento excesivo no tiene porqué derivar en una adicción como tal, con todo lo que ello conlleva, y más nos aportaría contar con apoyo y recursos para educar y capacitar en competencias digitales a los niños que puedan, precisamente, prevenir futuros comportamientos de riesgo en el uso de las pantallas.
Porque ya lo dice el dicho, más vale prevenir que curar, máxime hoy, que hablamos de salud…