“Facha impotente y borracho.”
“Cerda infecta, hijo de mil putas. Montón de mierda y borracha la puta que te parió (…) subnormal.”
Estas son algunas de lindezas de que se soltaron James Rhodes y Juan Carlos Girauta en Twitter estos últimos días, vamos, un verdadero ejemplo de educación y saber estar de los que se supone que son personas intelectuales y ‘culturetas’.
Es lo que ahora llamamos la cultura del odio en las redes sociales. Utilizar estos canales para desfogarnos por el hastío personal que sentimos contra todo y contra todos, sacando nuestro lado más miserable y ruin.
Pero personas idiotas ha habido siempre, desde los inicios de internet con los foros, los chats, las wikis, donde estos perfiles, bajo el pseudo anonimato que les daba la red, se lanzaron al mundo digital para verter sus comentarios irónicos y polémicos.
Y así nacieron los trolls, con el objetivo de burlarse y crear polémica en los canales digitales. Ya sea con gracia o con puras descalificaciones o comentarios insultantes, los trolls se divierten machacando tanto a personas como a marcas mientras crean un conflicto en el canal social. Por ello, pueden ser los causantes de verdaderas crisis de reputación para las empresas, especialmente las multinacionales del sector de los servicios, aunque si los gestores de la marca son un poco ‘avispados’, pueden revertir fácilmente el follón online y apuntarse un punto para la empresa. Pero si no, lo mejor es ignorar los comentarios, y silenciar o bloquear los perfiles o cuentas.
Los haters son mucho más hirientes y personales a la hora emplear la violencia digital. Utilizan los comportamientos negativos y críticos para abatir a otra persona, haciéndola sentir mal, pensando que el único razonamiento correcto es el suyo, y estando el resto de la comunidad siempre equivocada.
Algunos piensan que su actuar puede obedecer a una necesidad de atención y protagonismo, influenciada por el anonimato que brinda internet, y los motivos pueden ser por ideología política, convicciones religiosas, gustos musicales, raza o sexualidad, etc.
Muchas veces, el bloqueo no es suficiente, ya que los ‘odiadores’ traspasan la delgada línea de lo que es libertad de expresión y acaban incurriendo en un delito de acoso o violencia digital. En estos casos, tendremos que denunciar a los equipos de delitos telemáticos (Policía Nacional y Guardia Civil) para iniciar un proceso de investigación y que cese el hostigamiento.
¿Y qué papel tienen las plataformas en todo esto?
Las redes sociales, como plataformas privadas de entidad mercantil, ofrecen unos servicios digitales y, como tal, tienen sus políticas de uso en su canal que todos aceptamos cuando abrimos un perfil en él. Al aceptar los términos y condiciones se expresa como una manifestación de la autonomía de la voluntad privada. No son un foro de entidad pública, aunque tampoco un medio de comunicación al uso.
Los sitios web deben crear sus políticas rigiéndose a la legislación aplicable a cada nación en la cual desarrollará la actividad (cuestiones como el tratamiento de datos personales, manejo de la propiedad intelectual, derecho de privacidad, etc.)
Se espera que, a partir de 2024, la Ley de Servicios Digitales, DSA, obligue a las grandes plataformas a comenzar a responder de forma legal por el contenido que los usuarios vierten en su interior. De este modo, sitios como Facebook, Google o Twitter tendrán que retirar todo aquello que sea considerado ilegal o peligroso.
Pero, además, la ley dispone que las plataformas deben ser transparentes en cuanto a sus decisiones de moderación de contenidos, impidiendo que la desinformación peligrosa se convierta en viral y evitando que se oferten productos que no sean seguros para los usuarios.
La gran duda es cómo o quién decidirá qué tipo de contenido es peligroso o nocivo para el usuario, aunque no sea ilegal, ya que este claramente lo tipifica un juez. O más peligroso todavía, qué es verdad o qué desinformación. Ni Twitter ni ninguna plataforma pueden decidirlo, como tampoco ninguna entidad política o institucional… Por ello, lo óptimo sería crear herramientas que desarticulen las campañas organizadas de bulos o desinformación a través de bots o cuentas falsas.
Tras la reciente compra de Twitter por Elon Musk, todo esto se ha vuelto mucho más confuso, si cabe, y así nos encontramos con una avalancha de usuarios abandonando la plataforma por el temor a ser bloqueados o expulsados (¿quizá por tener el perfil lleno de bots listos para interactuar contra unas víctimas predefinidas?); otros cientos volviendo a red del pajarito al verla ahora como un soplo de aire fresco y limpio, y otra gran masa que estamos a la expectativa de ver cómo van a ser los próximos pasos tanto a nivel empresarial como social.
Quitando lo que ya sabemos, y que genera menos polémica, como la eliminación de perfiles falsos y bots, la búsqueda de una mayor rentabilidad de la compañía (con los nuevos planes de suscripción, la publicidad y el mayor apoyo a los creadores de contenido) o la futura trasformación hacia una ´súper app’ (x.com) al más puro estilo asiático, lo que trae de cabeza y lleva copando todos los titulares de los medios es cómo va a gestionar la ‘no censura’ en pro de la libertad de expresión. ¿Se va a convertir Twitter en un foro de conversación digital donde ‘todo vale’?
Está claro que somos muchas las voces que queremos unos canales que mantengan esa libertad de expresión (siempre que las opiniones no vayan más allá de lo que la ley permite) para que las personas no sean silenciadas por la presión de gobernantes de turno contrarios ideológicamente. Pero, sin duda, también debemos de pensar que somos responsables ética y moralmente de toda una generación futura que nos ve como referentes (o al menos así debería ser), por lo que, nuestro comportamiento dentro y fuera de la red debería ser intachable. Sin excusas.