Escribe Antonio García Maldonado —con la convicción del ensayista que no olvida su condición de lológrafo— en su libro titulado 'El final de la aventura', que “hemos llegado a tal grado y naturaleza de conocimiento complejo que el progreso sólo puede continuar en función de la renuncia a la comprensión”. La frase en cuestión lleva revoloteando en mi cabeza varios días, provocando un malestar interno que no termina de difuminarse, por más que practico con el piano y la guitarra, a modo de amuletos chamánicos, Intentando arrancar de mis entrañas la presunción de ese final de la aventura que tanto sentido debería seguir dando a nuestra existencia, y que al parecer el estado actual de las cosas nos lo niega.
Hay otro pasaje memorable del libro de Antonio en el que literalmente expresa que la aventura se ha privatizado. Es como decir -y esta ya sí es una libre traducción de la tesis del ensayo por parte de quien esto escribe- que el hombre común, incapaz de poner en marcha algo memorable o con vocación de trascender su tiempo —no puede siquiera ni soñar en la transformación por el gigantesco nivel de conocimiento técnico exigible a los nuevos retos—, ni reconocer en su quehacer diario la grandeza de un sueño colectivo, se está dejando llevar, bamboleando entre un insufrible consumo digital y la búsqueda desesperada por pertenecer a alguna de las miles de identidades en las que hemos dividido nuestra sociedad.
Si antes el trabajo, el empleo y la tarea diaria construían en buena medida la identidad de la persona, su misión en el mundo y su potencial desarrollo futuro, ahora se ha convertido en una rutina insoportable para cada vez más conciudadanos.
La tesis del fabuloso libro de García Maldonado es que ya no nos quedan grandes aventuras que correr (yo añado que la aventura tiene un vínculo vital con la existencia de un territorio físico inexplorado al que llegar, o del que regresar para contarlo, y ahí ya saben ustedes que todo está descubierto en nuestro planeta azul), menos aún si las comparamos con los grandes hitos históricos, puesto que los nuevos límites (estos ya no tan físicos) están hoy demasiado lejos de nosotros. Y sólo al alcance de quien tiene muchos recursos o dinero para intentarlo, aunque sea comprando voluntades y ejércitos de científicos, o exclusivamente reservados para quien pueda pagarse estudios en las lujosas (por caras) universidades y escuelas de negocio, que son las que te pueden otorgar el pasaporte a embarcarte en las modernas expediciones que se hacen en nuestros tiempos, las cuales se adentran en unos mares muy distintos al de nuestros antepasados. Mares de alto conocimiento, podría decirse.
He recordado estos pasajes mientras leía entre divertido y socarrón las andanzas de Elon Musk, el nuevo mandamás de Twitter, y los comentarios que han surgido en torno a sus primeras medidas al frente de la red social del pajarito. Soy de los convencidos de que Musk no debería ser, ni mucho menos, el mejor exponente de la figura de un emprendedor. No al menos, en un mundo que valore no sólo el riesgo, el atrevimiento y el trabajo a destajo, sino también unos mínimos de respeto hacia tus conciudadanos, por muy equivocados o poco preparados o inferiores que te puedan llegar a parecer.
Pero refleja también un modelo que coincide con la tesis del fin de la aventura: sólo un multimillonario está en condiciones de afrontar grandes retos que antes se configuraban de manera más social y colectiva, y que ahora apenas están al alcance de un puñado de propietarios con una enorme cantidad de capital a su disposición.
Volviendo al caso del nuevo dueño de Twitter, hay que decir que si para poder triunfar en tu proyecto empresarial y emprendedor tienes que pasar, literalmente, por encima de los derechos laborales, profesionales o humanos de las personas, entonces ese triunfo llevará una marca negativa indeleble. No tengo nada claro que esto le importe a cada vez más gente, es probable que en ese sentido Europa se esté convirtiendo en un oasis, y que en el resto del mundo se valoren menos estas cosas, una vez monopolizada nuestra visión del éxito por un prisma que sólo nos devuelve parámetros en el terreno de las finanzas.
Lo que nos lleva a pensar que si una parte creciente de las élites económicas y empresariales se está desentendiendo en este sentido de la suerte del resto de la sociedad, como puede estar ocurriendo con más intensidad de lo que a veces creemos, entonces nos espera un futuro nada halagüeño —incluyo aquí al propio futuro de esas élites económicas, aunque no sé si ellas son capaces de entender semejante correlación, cegadas por una miopía ciertamente estulta—.
Las actitudes de Musk han sido aplaudidas por muchas personas del mundo emprendedor, dando por cierto el viejuno axioma de que para triunfar en el mundo del emprendimiento y de las empresas cada vez más competitivo, hay que estar dispuesto a cualquier cosa. El lejano oeste no parece tan lejano, y es verdad que hay un cierto ethos en el arquetipo de emprendedor hecho a sí mismo que nos retrotrae a aquel lejano mundo. Pero quiero pensar que hay una cierta lucha en el interior del ecosistema. Necesitamos líderes con visión y capacidad para asumir riesgos y atreverse, claro que sí, pero también capaces de enamorar no sólo a sus equipos, sino a muchos otros seres humanos.
Frente al modelo del látigo que fustiga al que no quiere quedarse a dormir debajo de su mesa del coworking para demostrar su compromiso, necesitamos líderes empresariales humanistas y empáticos. Más humildad y menos carisma. No necesitamos ni héroes, ni encarnaciones de hombres y mujeres fantásticos. Necesitamos liderazgos transformacionales. Afortunadamente, cada vez veo más de estos últimos a mi alrededor; emprendedores y sobre todo emprendedoras (todo hay que decirlo) que afrontan el riesgo y la incertidumbre, y el esfuerzo feroz que les espera cuando deciden lanzarse con todo en la construcción de un proyecto, con un exquisito respeto por sus equipos, sus colaboradores y el conjunto de la sociedad que les rodea.
Y en parte tiene que ver con el hecho de que se está pivotando desde la ya pasada de moda “disrupción sin preguntar a nadie ni pedir permiso”, a un modelo donde se comienza a primar también el impacto social, y sobre todo, la propia sostenibilidad del proyecto: cada vez los inversores preguntan más por el momento de la rentabilidad positiva. Aunque en este sentido, tenemos también un problema en forma de wishful thinking y de publicidad marketiniana de cartón piedra, que utiliza la terminología que está más en voga con una alegría que ralla por momentos en la osadía del que desconoce de lo que está hablando.
Ser rentable es condición necesaria —ya lo es en nuestros días y lo será aún más en los próximos años—, aunque no suficiente, para ser sostenible. Por tanto si declaras que tu modelo y tu negocio son sostenibles, más te vale que sea también rentable, so pena de hacer un lío en la cabeza a tus clientes, tus inversores y al conjunto del pueblo soberano. No nos engañemos, no vale decir que tu modelo de negocio se basa en la sostenibilidad (ese palabro mágico que ha conquistado todos los foros, charlas y conferencias) y luego tratar a tu equipo de trabajo como si fuesen de tu propiedad. La sostenibilidad y lo social comienzan por tu propia casa.
De hecho, en varios países europeos los ecosistemas de emprendimiento están encontrando la mejor combinación de piezas para afrontar los retos de la competitividad empresarial con los valores sociales y humanos que caracterizan los modelos de bienestar europeos. En Suecia, país de honda tradición de estado de bienestar, y que siempre supo combinar la existencia de empresas competitivas a nivel nacional e internacional con una fuerte implantación del sector público, que provee de bienes y servicios al conjunto de la ciudadanía, el 50% de la inversión de Venture Capital ya se destina a startups y proyectos de emprendimiento de impacto social.
Aunque trabajo para una asociación de startups, siempre comento en público y en privado, que no me considero un emprendedor, y que mi función en este ecosistema es tratar de hacer de conector, o de traductor simultáneo (como suelo decir), entre mundos que tienen enormes dificultades para entenderse, pues parten de cosmovisiones completamente diferentes y a menudo enfrentadas. Es difícil que el sector público y el emprendedor o el inversor se sienten en una mesa y encuentren puntos en común o formas de colaboración. Y sin embargo, la sociedad que tenemos que construir entre todos va a necesitar cada vez más de esta colaboración y cooperación entre el emprendimiento y el sector público.
A algunos no nos gusta ni el modelo arcaico, ineficiente y finalmente empobrecedor de un sector público omnipresente en todas las esferas de la sociedad, pero tampoco queremos transitar a una especie de modelo anarcocapitalista en el que los seres humanos no tengan garantizadas por su propia condición, bienes y servicios básicos para, si no igualar, al menos sí acortar los puntos de partida y la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos independientemente de su situación de partida.
Esa cooperación y esa conexión todavía son poco perceptibles. Aún queda mucho trabajo de acercamiento, de traducción simultánea, entre ambos lados de la sociedad. Pero hay que seguir insistiendo. El final de la aventura no puede convertirse en un triste epílogo para nuestras generaciones. Si queremos volver a tener esa ambición de futuro y esa esperanza, debemos poner en común a quienes siguen soñado por mejorar en todos los campos del saber, con quienes pueden aportar recursos para que nadie que tenga una buena idea se quede sin emprender. Y si los más privilegiados multimillonarios —no necesariamente quienes poseen más conocimiento— quieren abandonar de alguna forma el ágora social y político (o privatizarlo para sus intereses), y nos miran desde sus torres de marfil envueltas de oro como si fuésemos carnaza o gladiadores para su diversión, no debería ser tan difícil recuperar la épica que ya estamos tardando en traer de vuelta a nuestras vidas.
***Agustín Baeza es director de Asuntos Públicos de la Asociación Española de Startups y coordinador del Grupo de Economía Digital en APRI (Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales).