No estoy descubriendo la rueda, aunque nada me gustaría más que encontrar un hallazgo que cambiara tanto la historia como supuso ese simple redondel. También me puede acusar de caer en uno de esos mantras de los que tanto trato de huir en este espacio. Y razón no le faltaría, querido lector. Pero creo que es fundamental dedicarle una reflexión pausada a una simbiosis tan necesaria como incomprendida en ocasiones: la revolución digital no ocurrirá sin la revolución verde.
La transición ecológica, que en su mayor parte viene dominada por un cambio drástico en el modelo energético, figura entre las prioridades de innovación de todos los países del mundo. Y su relación es intrínseca a la digitalización de la economía, nos guste o no. Así lo reconocía esta misma semana Teresa Riesgo, secretaria general de Innovación y así lo corrobora la misma lógica aplastante de la realidad.
Un mero repaso histórico a las revoluciones industriales del pasado nos abre la mente a esta inapelable cuestión. Tanto el paso del caballo al ferrocarril como el del vapor a los medios de transporte y producción modernos tuvieron en una transición energética su principal valedor. En ambos casos, con un período de transformación de alrededor de unos 30 años, motivado no tanto por la adaptación de los propios procesos industriales, sino por la necesidad de dotarse de una infraestructura capaz de dar cabida a las nuevas fuentes de energía de cada época.
En un paper publicado este mismo mes por Alessio Terzi y Roger Fouquet (CESifo, Munich) se demuestra cómo "al observar y analizar la rápida adopción de tecnologías y fuentes de energía para la provisión de servicios energéticos, se puede entender cuándo y por qué ocurrió un cambio radical" a escala industrial. O, dicho de otro modo, son los cambios en el ámbito de la energía los que han posibilitado las transformaciones estructurales de gran dominio a lo largo de la historia.
A nadie se le escapará, a esta altura de la película, que los desafíos asociados con la transición verde de hoy reflejan dinámicas durante revoluciones energéticas pasadas. El temor a las nuevas fuentes, a posibles interrupciones del servicio frente a los modelos ya consolidados, un posible impacto en el nivel de ingreso y consumo de los hogares y las empresas al optar por fuentes presumiblemente más caras en un inicio... Todos son argumentos ya conocidos en otras épocas, en las que el ludismo no consiguió salirse con la suya.
Y que la visión favorable a la innovación gane esta batalla también es crucial. Conforme la digitalización siga calando en nuestra sociedad, también lo hará el consumo energético de los centros de datos que le dan soporte. Quien piense en una moderación de esa tendencia e, bien un iluso, bien un ignorante. Conforme sigan desarrollándose procesos y cadenas logísticas cada vez más complejas (ya sea por motivos geopolíticos o por el mero devenir de nuestro mundo), la digitalización jugará un papel clave para evitar una caída de todo el modelo capitalista en que nos basamos. Pero también lo hará la transición energética, ya que necesitaremos fuentes de energía capaces de absorber estos cambios en el mercado (y que, a la inversa, sean balanceadas y gestionadas de manera inteligente por sistemas automatizados). Tampoco tiene sentido profundizar en la mejora de la calidad de vida en las ciudades por medio de soluciones tecnológicas si la electricidad que se usa en ellas proviene de fuentes contaminantes y dañinas para nuestra salud. Es una contradicción en toda regla.
El cambio hacia un paradigma más digital requiere, por tanto, de acelerar y consolidar la transición verde en nuestra sociedad. Una dicotomía entre un modelo productivo del siglo XXI sustentado en energías del siglo XX carece de cualquier fundamento científico, de sentido común, o de ambos. La simbiosis entre ambas revoluciones resulta evidente, salvo para algunos rezagados que aún tratan de conservar las viejas costumbres mientras abrazan la bandera del cambio innovador. Absurdo.