Llevamos años diciendo que la confianza es el corazón de la revolución digital. En el momento en el que desaparece, todo el edificio se cae como un castillo de naipes. Justo antes de las elecciones presidenciales de 2016, Gallup publicó una encuesta según la cual un tercio de los norteamericanos desconfiaba del proceso electoral. ¿Por qué, a la vista de todas las dudas que suscitó ya entonces la victoria de Trump, en la tierra de los gigantes tecnológicos que marcan la pauta de la digitalización mundial, en los tiempos de la biometría, la criptografía cuántica y el blockchain, no se ha conseguido promover un sistema de votación online de garantías?
La pregunta apunta al núcleo intelectual de toda esta revolución tecnológica. Se sitúa en el borroso punto de intersección entre lo humano y lo artificial. Apela directamente a la cuestión de la auctoritas: hasta dónde estaremos dispuestos a elevar la puja. Porque parece claro ya a estas alturas que en determinados temas delicados (elecciones, diagnóstico clínico, conducción autónoma, información periodística, educación...) sencillamente no aceptamos vicario.
Se ha escrito mucho sobre las posibilidades de la tecnología para diseñar un proceso electoral fiable. La búsqueda del End-to-End Verifiable Internet-Voting System ha motivado papers y papers de investigadores con el aval de instituciones tan irreprochables como MIT, Harvard o IEEE proponiendo sus propias variantes que siempre resuelven las deficiencias de las de los demás. Scientific American abordaba hace dos años la posibilidad de incorporar el blockchain, en pleno auge de startups que presentaban la solución definitiva para la fiesta de la democracia. Su conclusión era que "probablemente no" sea la solución, en un artículo que incluía la siguiente declaración del investigador del MIT Ron Rivest: "No conozco a nadie que piense que sea una buena idea, y dentro de uno o dos años espero que todas estas empresas mueran". Glups, el plazo ha llegado.
Entre todo el ruido, me sumo a la actitud de la International Foundation for Electoral Systems (IFES), que en abril publicó el informe Considerations on Internet Voting: An Overview for Electoral Decision-Makers. En él repasa las dudas que suscita el voto online en términos de coste, participación, eficiencia, confianza y transparencia y seguridad. Y lo hace sin manifestarse a favor o en contra, simplemente para facilitar elementos de juicio.
Reúne además los ejemplos de países que han probado la fórmula: sólo Estonia mantiene el sistema de voto por internet, pese a que dos auditorías en 2014 y 2017 encontraron serias vulnerabilidades en los sistemas de identificación. En 2010, investigadores de la Universidad de Michigan entraron en el sistema de votación utilizado por el distrito de Columbia en apenas 36 horas. A pesar de eso, el sistema de voto por internet se usa en 30 estados de EEUU, especialmente para personas que viven en áreas rurales y para los militares. Noruega lo implementó para las elecciones locales en 2011 y lo retiró en 2014 porque no había aumentado la participación. Suiza comenzó usando el sistema de la española Scytl, contratado por Swiss Post, pero lo abandonó después de organizar un concurso de "recompensa por errores"; y su sustituto, Geneva System, no convence. Alemania es la más rotunda, su Tribunal Constitucional considera que cualquier tipo de votación electrónica es inconstitucional. Los votantes, sentencia, deben tener una fe ciega en la tecnología para que funcione. Ese es el tema.
Eugenio Mallol es director de INNOVADORES