El pasado 6 de febrero, Mark Thompson, CEO de The New York Times, celebraba con entusiasmo sus cifras de 2019, con "más de 801 millones de dólares de ingresos digitales". Una meta que, por cierto, el diario neoyorkino se había propuesto para 2015. "Como todo buen periodista, el Times siempre se pasa de la hora de cierre", bromea el sitio especializado NiemanLab. La cifra es como para que palidezcan de envidia los empequeñecidos grandes diarios españoles, incluso sumando ‘papel’ y digital.
El entusiasmo de Thompson se extiende a la cifra de suscriptores de pago. El Times suma más de 5,3 millones de abonados, de los cuales, 4,4 lo son de su producto digital. Y en el último trimestre, con su estrategia como ‘subscription first publisher’, la web añadió nada menos que 340.000 nuevos suscriptores.
Del dinero recaudado por la actividad digital del NYT, 461 millones son pagos de suscripciones, 260 millones son por publicidad y 80, por otros conceptos. Y aún así, el digital aporta el 44% de los ingresos del periódico. La edición impresa, el 53% y queda un 3% de ‘otros’.
Cuando en medios españoles se habla de que los rendimientos digitales van igualando porcentualmente a los ‘del papel’, no puede ignorarse que es, lamentablemente, en un contexto de caída de los ingresos totales. La digitalización del periodismo es un fenómeno que empezó en cierto modo de manera prematura y, sin duda, deficiente y mal entendida, hace ya más de 25 años. No es el mismo tipo de transformación al que ahora acuden las empresas, para procesos de gestión y creación de producto, contrastando casos de negocio, además de recolectar datos de los clientes para tratar de entender y mejorar la oferta.
Desde comienzos de los noventa, y con la incipiente expansión de la world wide web (WWW) ideada en 1989 por Tim Berners-Lee para funcionar sobre internet (no son la misma cosa), el negocio de la prensa percibió lo digital como una amenaza. Un futuro incierto, en el que convenía zambullirse cuanto antes como fuera, en unos años tumultuosos que para este periodista tienen una parte de crónica personal, como testigo y a veces partícipe de los acontecimientos. El periodismo, de todo el planeta, se lo planteó como una cuestión de producto, no como un modelo de negocio.
El primer paso lo dio el San José Mercury News en 1993, ofreciendo sus noticias, un chorro de texto sin formato, en la primera red social de gran éxito, America On Line (AOL). Y eso ocurrió ya tras un primer traspiés que hace unos meses me relataba en su sede Randall Keith, el actual managing editor digital: "Cuando alguien vino con la idea de llevar a Internet los anuncios por palabras, los editores respondieron ‘no, gracias, estamos bien como estamos’. Luego aparecieron eBay y otros y se llevaron el negocio…".
A comienzos de los 90, muchos de los periódicos españoles se elaboraban con sistemas digitales. El diario El Mundo, nacido en 1989, desarrollaba todo el proceso de redacción, desde la maquetación hasta el envío de las páginas a rotativa. Sin embargo, la conciencia digital de los medios no daba ni para aprovechar ese activo en su sistema de documentación.
En 1992 el entonces director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, me encargó "modernizar" el archivo (es decir digitalizarlo) y apenas fue posible encontrar algunos modelos parciales y rudimentarios en Europa y Estados Unidos. En España, sólo El Heraldo de Aragón tenía un trabajoso sistema de almacenamiento de los textos. Hubo que inventarse una base de datos adecuada para un periódico y para el uso de sus redactores.
Pero en muy poco tiempo internet se puso de moda. En la prensa mundial prendió la fiebre de crear el website propio, que en esos comienzos tenía más de experimentación que de valoración de contenidos. En España apenas había usuarios de la red.
En 1995 el The New York Times dio el aldabonazo de lanzar su edición en internet, que vio la luz por primera vez el 12 de enero de 1996. No había propiamente un modelo de negocio, entre referencias a ‘suscriptores’ y ‘usuarios registrados’ y sin definir claramente los criterios de publicación de noticias y temas propios, ni si competía o no con el medio impreso.
Lo que sí tenía el NYT era un magnífico espacio para su redacción digital en el histórico edificio de la Calle 43. Una redacción luminosa y colorida para un centenar de redactores, que este periodista tuvo ocasión de visitar, totalmente diferente de las mesas apiñadas y cubículos grises, separados con biombos, de la redacción del diario de papel.
Todos los periódicos con un mínimo de peso y ambición entendieron que había llegado el momento de lanzarse a la aventura. Durante 1996 (año de elecciones en España), los medios empezar a crear websites envueltos en tres grandes dudas: cómo debían tratarse las noticias en el nuevo medio (si es que era nuevo, que esa era otra…); cómo debían relacionarse (o separarse) la edición impresa y la edición digital; y cómo establecer el modelo de negocio.
La primera cuestión, que no era menor, planteaba el diseño y el lenguaje (visual, gráfico, multimedia y la forma de dirigirse al lector, que de repente se convirtió en "usuario"…). La pobreza de formateo que ofrecía entonces el html, versión 3 punto algo, era fatal para diseñar. La resolución imperante en las pantallas de ordenador, 640x480 pixeles, tampoco ayudaba mucho.
De golpe, el periodismo más ‘moderno’ perdió medio siglo de evolución en los criterios de diseño, que habían logrado establecer unos códigos no escritos de reconocimiento, por los que el lector podía saber prácticamente en cualquier periódico impreso, de un vistazo, cuáles eran las noticias importantes, cuáles las llamativas y cuáles el resto. Los anclajes de referencia del periodismo, selección de la noticia, valoración, jerarquización y temporalidad, se sumergieron en el modelo de página web ‘iceberg’, en la que nunca se sabe qué es lo que hay un scroll más abajo.
A veces está la noticia más relevante del día, a veces una colección de basurillas y títulos huecos, preñados de falsas promesas: «Todo lo que querrías saber sobre…». ¡Bah!
Algunos peleamos entonces la idea de adaptar el formato a la realidad de la pantalla horizontal. En El Mundo logré capitanear una edición basada en una app (ni se pensaba en ese término), con un diseño ‘adaptativo’ a la resolución de pantalla. Sólo los textos de las noticias hacían scroll.
Pero la gran batalla era el modelo de negocio. Mientras unos (que resultamos ser menos) propugnábamos a toda costa la suscripción de pago para las historias y reportajes propios del periódico, asumiendo que la actualidad rabiosa debía tener su espacio de inmediatez en la web (como en la radio), otros se empeñaban en regalar en internet el mismo producto por el que en los quioscos se pagaba. Para crear audiencia, decían.
En estas llegó el momento de que el NYT, faro de la transición, hiciera balance de su primer ejercicio. Gran espanto: había perdido un millón de dólares (póngase en cuarentena la cifra, es un redondeo) en un año. Inmediatamente sus directivos recularon y desmantelaron la redacción digital, dejando un grupito para mantener viva la web. Se acabó el experimento.
Para entonces habían surgido como setas gurús y expertos en un negocio que aún no existía. Cabe rememorar un señor muy viejito y frágil, traído de Estados Unidos y que debía ser muy convincente para los directivos: la web debe ser gratis y con todos los contenidos del periódico. Y a forrarse con la publicidad (…en particular, Google y luego Facebook. Pero eso los gurús no lo vieron venir). Punto redondo.
Eran buenos tiempos para los periódicos impresos, que prosperaban en lectores y, sobre todo, en ingresos por publicidad y venta de ‘complementarios’ (música, películas, libros, cuchillos, cacerolas…). El argumento que escuchaban los editores, y les ponía ojos como platos, era más o menos: "Si con una audiencia de un millón de lectores ganas eso, imagínate cuando tengas decenas o cientos de millones por todo el mundo…".
Las cosas se enredarían todavía más. En 2005 el NYT intentó una nueva aventura, haciendo su edición digital exclusiva para abonados. La idea le duró dos años. La pérdida de ‘visitantes’ le llevó a restablecer el acceso gratuito. En España, El País había intentado lo mismo a partir del 18 de noviembre de 2002, haciendo su web de pago. No soportó verse ampliamente superado en visitas (gratuitas) por su inmediato competidor, El Mundo, y en junio de 2005 canceló el cobro.
Al cabo, las cifras de visitantes se han multiplicado y varios medios cuentan por decenas de millones sus visitantes únicos al mes. Es una alambicada contabilidad de lectores y ‘paracaidistas’ que llegan por voluntad propia, por accidente o de rebote desde una red social. La regla es que 20 dispositivos distintos son 20 visitantes, no importa cuántas personas haya detrás y cuánto lean, si es que lo hacen.
Además, a los medios tradicionales, nacidos del papel, les ha salido una dura competencia de medios que se reclaman ‘nativos digitales’. Eso suele significar más agilidad, sin la mochila de una gran organización.
Ahora, rendidos a la evidencia de que la publicidad en el territorio digital no va a ser lo mismo que fue (ni la influencia), y tras ‘educar’ a generaciones en la idea de que el producto periodístico es gratuito, no es de nadie y se sirve en una sopa común con tropezones de fake news y memes, los medios asumen una nueva doctrina: el ‘consumidor’ de noticias tiene que pagar.
De los dos grandes rivales que siempre se miraron de reojo, El Mundo se animó a implantar una tarifa de acceso a comienzos de noviembre y El País, arrastrando los pies, ha confirmado esta semana que lo hará a comienzos de marzo.
Algunos exploran fórmulas alternativas como crear clubes de amigos, que apoyan con algún dinero graciosamente por afinidad. Pero se impone la tesis de afrontar por fin la crisis interminable con criterio empresarial, abrazando el muro ‘poroso’ de pago. La información íntegra está ahí sólo para el suscriptor, aunque al visitante esporádico se le permite leer una determinada cantidad de noticias. Para picarle.
Es un modelo que aplicó en origen el The Wall Street Journal, luego lo asumieron el Boston Globe, el The New York Times (en 2011)… y a partir de ahí la mayoría de periódicos del mundo, con mayor o menor permisividad.
El muro del NYT se ha ido endureciendo progresivamente, para convencer a sus lectores habituales de que algo debían pagar por su información. Y resulta que sus suscriptores ya son 4,4 millones.
El modelo de The Wall Street Journal
Si el NYT es el periódico global del mundo político, con peso y eco en todas partes, el The Wall Street Journal lo es todavía más en el mundo económico, porque habla del corazón mundial de las finanzas. Y el WST, fiel a sus raíces, es el único que vio claro un modelo de negocio digital desde el principio.
Desde la creación en 1996, su web siempre se ofreció como un servicio de pago por suscripción. En la actualidad tiene dos millones de abonados, cifra que se eleva a 3,5 millones sumando otros de sus servicios (Factiva, Barron’s…). El 57% de sus ingresos son digitales.
La opción de los micropagos
En los primeros tiempos se sugirió una opción de micropagos: dejar al usuario navegar libremente entre titulares y cobrarle unos céntimos (de peseta) cuando pinchase para leer una noticia. Lo malo es que había que crear una infraestructura de contadores, para cobrar por prepago o facturación posterior. No se tomó en serio.