¿Innovarse o morir? Veamos: opciones para un 007 que se ha puesto fondón y ya no puede seguir al servicio de su graciosa Majestad, porque ELLA se ha ido…
Daniel Craig podría reconvertirse en independentista escocés. Pero ese puesto ya lo ocupó uno de sus predecesores y, además, él es inglés fetén. Podría fingirse un héroe de acción, repartiendo mamporros otoñales con un poco de Photoshop. O un Sherlock Holmes sin Watson (que bastantes rollos freudianos les han buscado ya en encarnaciones cinematográficas recientes).
Y sí no, como gran innovación, podría construir un personaje trasunto de Hércules Poirot, para que un director llamado Rian Johnson trate de reinventar las míticas intrigas de Agatha Christie, con un detective que parece belga (Benoit Blanc, ¿por qué no?; no iba a ser Miss Marple) y asesinatos en un entorno cerrado, como un Cluedo en el Nilo, o en el Orient Express.
Ya le funcionó con ‘Puñales por la espalda' (recaudó ocho veces lo que costó). Pero ahora, en su segunda aparición en las pantallas, al innovador Craig, o sea a Benoit Blanc, le toca enfrentarse a la que publicitan como la peor plaga del universo, “los disruptores”, bajo las capas transparentes de una cebolla de cristal. Para llorar.
Y, a diferencia de lo que entendemos en D+I – EL ESPAÑOL desde nuestro nacimiento, no sale muy airosa la idea de la disrupción en la película ‘El misterio de Glass Onion' (se puede ver en Netflix bajo la advertencia político-correcta de que contiene “miedo o angustia, sexo, violencia”). Empezando por la definición que le suelta a Blanc el magnate Miles Bron (Edward Norton), que pretende evocar a algo así como un Elon Musk. Tiene negocios tecnológicos de todo tipo, bajo el paraguas de su empresa Alpha, que… bueno, mejor volvemos luego sobre eso.
Definiendo la disrupción
Dice Bron: “Si quiere dar un salto, empiece por algo pequeño. Quebrante una norma, una idea o algún pequeño modelo de negocio. Pero opte por algo de lo que la gente ya esté harta. Todo el mundo se emociona porque está rompiendo algo que, para empezar, todos querían ver roto. Ese es el punto de infracción (sic)…”.
Y prosigue, mientras Blanc le mira con ojos como platos: “¿Va a romper más cosas, cosas más grandes? ¿Eso que nadie quiere que rompa? Le dirán loco… le dirán que pare, porque, al final, nadie quiere que rompa el propio sistema. Esa es la verdadera disrupción… y eso es lo que acaba uniéndonos a nosotros. Todos llegamos a esa línea y la cruzamos. Por eso, disruptores somos todos”.
Ese nosotros, “los preciosos disruptores”, es una ecléctica amalgama de tipos, con los que el director, guionista y productor Johnson hace parodia, sátira, burla y sangre de lo que podría ser una moderna troupe de celebrities, en tiempos de pandemia. Solo falta un cocinero.
El detective reacciona a la perorata con un cortés gesto de estupor, porque, aunque se declare lego a cada referencia tecnológica o científica, parece lo bastante listo para percibir que el megalómano describe, en realidad, un modelo de ausencia de escrúpulos personales para saltarse reglas y atravesar líneas rojas a conveniencia y beneficio propio.
Como explican diversos diccionarios (aunque no precisamente el de la RAE), la disrupción se produce cuando una tecnología “cambia la forma en que la sociedad global realiza una u otra acción”.
O sea, el disruptor es un sujeto capaz de imaginar avances radicalmente nuevos, crear algo, una forma diferente de hacer las cosas, con tecnologías nuevas o nuevas formas de usar la tecnología, con mayor eficiencia, eficacia, economía, sostenibilidad… Y son esos perfiles los que cada día salen publicados en esta misma página, no las versiones adulteradas y llevadas al extremo de la cinta.
Influencer con pistola
Mientras que en D+I nos afanamos por buscar a los disruptores que cambian el mundo con ideas de tecnologías profundas y a la vanguardia de la técnica, en la película nos encontramos con una fauna mucho más peculiar.
Ahí está, para empezar, una descerebrada creadora de moda, Birdie Jay (Kate Hudson) que monta fiestas enloquecidas “sin mascarillas” y se ha forrado con un disruptor pantalón de chandal, para estar cómodos durante el confinamiento. Aparte, tiene ciertos trapitos sucios que están a punto de aflorar.
Otro figura es un 'musculitos', también mononeuronal, que hace de influencer en Twitch (“el primero que llegó al millón de seguidores”) diciendo burradas, siempre con una pistola junto a los cataplines y rehusando el enmascaramiento obligatorio. El personaje de Duke Cody (Dave Bautista) seguramente pretende reflejar el fenotipo de un negacionista de ultraderecha trumpista que, por supuesto, es medio bobo.
Cody tiene una novia explosiva, Whiskey (Madelyne Cline), que le adorna la frente con ayuda del multimillonario, y una mamá canija que le abofetea y acojona. La buena mujer, mientras los genios se estrujan las meninges, es capaz de percibir en un vistazo que la clave de una enigmática caja es un estereograma y que dentro luce el “número de Fibonacci”.
Honestamente, es difícil decir si ese personaje secundario es también una burla o un homenaje a la mamá del director. A su manera es también rompedora.
Otro de los disruptores resulta ser una política, Claire Debella (Kathryn Hahn). Es “una madre que viste de beige” (y “mediocre”, da a entender Bron), gobernadora de Connecticut, seguidora de la “línea dura frente al cambio climático” y está metida en plena campaña sin especificar. Depende de la financiación de Bron. Serviría de parodia para políticos de cualquier color, intentando alinearse con lo que más venda o lo que los socios le exijan.
También hay un científico en el clan. Lionel Toussaint (Leslie Odom) es el científico-jefe en las empresas de Miles Bron, al que sus propios colegas (se supone que en puestos de responsabilidad del grupo Alpha) acusan abiertamente de calzonazos frente al amo.
“Es que no escucha, simplemente dice ‘haced que funcione’”, se justifica Toussaint, argumentando las crípticas genialidades de Miles Bron, que se comunica con él por fax: le envía un mensaje con unas pocas palabras inconexas y una conclusión del tipo “Child=NFT” y eso se acaba convirtiendo en el producto “criptochavales”, que, gimotea a la defensiva Toussaint, “pagó este edificio”.
Ciencia, no religión
“Esto es ciencia, no una religión”, le reprocha a Toussaint uno de sus colegas en videoconferencia múltiple. “Nos está pidiendo que usemos una sustancia volátil en un vuelo tripulado…”. Y el científico-jefe agacha la cabeza, pero sigue adelante.
La sustancia, y sigue la parodia para retratar al excéntrico Bron y algunos asuntos de moda, es “hidrógeno sólido”, sacado del agua del mar como combustible abundante y barato, con “cero emisiones de carbono”.
Con esos mimbres, el director teje el cesto de una película burlona y sibilinamente ridiculizadora, en la que el magnate tecnológico (que cita constantemente nombres de famosos reales, como Philip Glass, que le compuso por encargo el sonido de una campanada de gong que da las horas) reúne en su isla griega privada a sus amigos para una celebración anual y que resuelvan su propio asesinato. Pretende ser un juego de ingenio, claro.
La fastuosa casa está coronada por una enorme esfera de cristal, rematada en punta para que tenga forma de cebolla, en homenaje al pub en el que se conocieron los del grupo, que se llamaba Glass Onion.
¡Ah!, pero falta un último personaje, inesperadamente presente en la isla, que es a la postre, la piedra angular de la historia. Cassandra Andi Brand (Janelle Monáe) fue la socia con la que creó 10 años atrás su empresa Alpha.
Y aquí también es difícil calibrar por dónde va la parodia: chica joven, guapa, inteligente y STEM, que fue la verdadera creadora de la primera disrupción tecnológica que lanzó al éxito a la compañía.
El síndrome de Casandra
El síndrome de Casandra se define como la capacidad de predecir el futuro, pero sentirse incapaz de cambiarlo…
Pues resulta que Miles Bron se quedó con la idea de Cassandra y acabó echándola sin indemnización (la mujer, infravalorada, tapada y silenciada por el machismo patriarcal), con la complicidad en tribunales del resto del grupo de disruptores. Cada uno en lo suyo, entre envidias y recelos, siguen mamando de la millonaria teta Alpha.
La pobre Andi se quedó hecha polvo. Solo tenía una prueba de que la invención era suya: el boceto pintado sobre una servilleta del pub Glass Onion. Pero la prueba desapareció. O no. Y entonces ella, deprimida, se…
Aquí se acabó la burla, porque esto solo va de estupefacción con la imagen distorsionada de la disrupción que puede reflejar una cebolla cristalina. Visión muy alejada de lo que, a diario desde D+I – EL ESPAÑOL, vemos en el tejido emprendedor de nuestro país y allende nuestras fronteras.
Este artículo no va de destriparles la película a quienes aún tengan ganas de ver quién mata a quién, dónde y con qué arma. Así que, quédense con las disculpas del periodista por incluir también esta ironía final, para el esnobismo disruptor de usar a las primeras de cambio la palabra spoiler, con lo poderosa que es la expresión española de toda la vida “destripar [o reventar] una película”. O sea, FIN.