Mezclar política y negocios nunca ha sido rentable. El denominado impuesto a las tecnológicas, enarbolado y defendido inicialmente por Francia, no debería tener recorrido alguno en España si queremos ser un país fiscalmente responsable, con normas previsibles para las compañías, sean tecnológicas o no.
La declaración de que las multinacionales tecnológicas pagan pocos impuestos en Europa y localizan de forma ficticia sus operaciones en territorios donde el impuesto de sociedades es bajo o nulo, es algo discutible. Ahora bien, cuando oímos hablar de que aplican prácticas que disminuyen su factura fiscal en los países en los que operan, éstas son de entrada legales, lo que no quiere decir que sean del todo éticas o equilibradas.
Si se determinara en la actualidad que estas normas hay que cambiarlas, habría previamente que modificar la Ley. Eso sí, buscando el consenso previo entre las partes y no de manera unilateral para que las cuentas-país cuadren. Además, la optimización fiscal no es algo exclusivo de las compañías tecnológicas, sino de todas las multinacionales o empresas que puedan permitirse estructuras financieras de calibre internacional, como el “double irish o el dutch sándwich” muy utilizadas.
La iniciativa de que sean las compañías tecnológicas quienes paguen más impuestos es gratuita, irresponsable y ciertamente aventurera. Si queremos garantizar la seguridad jurídica como país serio que somos, ningún gobierno debería de la noche a la mañana cambiar las reglas del juego a las empresas, y en concreto a las tecnológicas, argumentando simplemente que ganan mucho dinero.
Si ya tenemos en España una situación coyuntural con el número de empresas con actividades innovadoras pasando de 39.043 en 2009 a 18.475 en 2016, una ejecución presupuestaria en I+D que no llega a un 30%, y hemos viajado al pasado en términos de gasto de I+D en % del PIB, situándonos en el 1,19% similar al 2006, no estamos para seguir acosando a las empresas tecnológicas que contribuyen en gran parte a la actividad de I+D+i en el país.
Es cierto que con la globalización, las oportunidades de optimización fiscal son muchas para las grandes empresas (tecnológicas, farmacéuticas, financieras, del automóvil, textil, etc.). Pero este tipo de actuaciones políticas lo único que hacen es ahuyentar a posibles inversiones o empresas que ya tienen centros de investigación en España (Ericsson ha sido una de las primeras en reaccionar dispuesta a trasladar sus centros de I+D a Portugal). ¿Hasta qué punto las fronteras tienen sentido hoy día en una economía cada vez más digital? ¿Por qué no copiar modelos de digitalización de la economía como Estonia, que se ha propuesto atraer empresas y emprendedores digitales de cualquier parte del mundo? ¿Cómo debería evolucionar la fiscalidad para acomodarse a la realidad económica mundial?
Cada país recurre a la combinación de instrumentos de política fiscal y monetaria que mejor le convenga, bien para atraer inversión, para fomentar distintas actividades de interés público o para compensar los aumentos o disminuciones del gasto público. Como ejemplo de una estrategia fiscal para atraer grandes empresas, podemos mencionar a Irlanda, que mediante una estrategia de bajos tipos impositivos, ha conseguido desde hace algún tiempo que numerosas empresas de la industria tecnológica se implanten en su territorio, creando un tejido empresarial que aporta gran riqueza. ¿Por qué las compañías tecnológicas van a renunciar a estos incentivos cuando son legales?
Gravar a las tecnológicas de cierto tamaño con un impuesto de entre el 3% y el 5% de sus ingresos, como propuso Pierre Moscovici, exministro de Economía francés, no sólo puede desencadenar numerosos problemas arancelarios, también afectará a las exportaciones. España no puede hacer caso omiso a esta realidad. Los políticos no deben ver en este impuesto la solución para reequilibrar los presupuestos.
Penalizar con un impuesto arbitrario a la industria tecnológica y la innovación española, no tiene sentido alguno. Ahonda más la herida que podría generar la inseguridad jurídica, haciendo nada sexy a nuestro país como destino de posibles inversiones. Quien piense que con el dinero cobrado a las tecnológicas sería suficiente para reequilibrar las cuentas españolas, demuestra un desconocimiento absoluto del mercado. El impuesto del 3% no deja de ser una propuesta cosmética, provisional, un parche en la rueda de la bicicleta.
La Cámara de Comercio estadounidense en Europa ha advertido que los planes de la UE de recaudar más impuestos de las tecnológicas perjudicarán el crecimiento económico del continente, y podría dar al traste de la cooperación con los Estados Unidos en la reforma fiscal mundial.
Si hay que hacer cambios, éstos han de ser de calado. En ese sentido ya se ha intentado desde el parlamento europeo, luchar contra los excesos de la elusión fiscal en el marco de la UE. En concreto, se trata de dos proyectos que componen la directiva (UE) 2016/1164 2016, que establece las normas contra las prácticas de elusión fiscal e intenta armonizar su aplicación en la UE.
Nos referimos a la base imponible común del impuesto sobre sociedades (BICIS) y la base imponible consolidada común del impuesto sobre sociedades (BICCIS), cuya aplicación permitiría entre otras cosas: reducir la carga administrativa que actualmente enfrentan las empresas en caso de operar dentro de la UE; mejorar la lucha con la planificación fiscal agresiva, aprovechando justamente las diferencias en los regímenes con tributación distinta y establecería un marco de competencia más justo independientemente del tamaño de las empresas. Igualmente, este proyecto incluye una deducción fiscal por I+D con porcentajes dependientes del tamaño de las empresas, variando desde un 50% al 100% de la deducción.
España es un país fiscalmente responsable y a los políticos hay que pedirles que dejen que lo siga siendo. Si queremos que la industria tecnológica sea cada vez más fuerte y crezca, promoviendo la reindustrialización y el empleo de calidad, debemos jugar bien nuestras cartas, adoptar medidas que lo potencien y no precipitarnos. De lo contrario, nuestra competitividad en un mercado global podría verse seriamente dañada, con efectos muy negativos en el empleo y el crecimiento. En definitiva, las acciones que llevan a cabo los políticos de turno se olvidan con el tiempo, pero no así sus consecuencias.
Alfredo Colombano, senior manager en Innovation Performance en Ayming